Yo no sabía que las palabras sabían, que
incluso olían y tenían colores. Hasta que apareció él. Yo lo ignoraba todo de
las palabras, jamás se me hubiera ocurrido preguntarme por el sabor que tienen palabras como “te
quiero”, “te odio”, “bésame, “espérame”, “no te vayas”..., o a qué olían, o qué color tenían, o si olían lo
mismo desnudas que vestidas, si sabían mejor susurrándolas, entonándolas al
viento, cantándolas bajo la lluvia, en la incierta intimidad de un portal, bajo
un cielo estrellado, en la tibia humedad de una playa, junto al río..., o
gritándolas o exclamándolas. Hasta que apareció él y me pobló de palabras, me
dijo tantas cosas que empecé a soñar que era como la palabra.
Sin embargo primero fue el sabor
de sus palabras, su colorido, su sonido el que despertó en mí el amor a las palabras, en ellas y por ellas
experimenté las sensaciones más desconocidas
y deslumbrantes, más encendidas y apasionadas, y es
que... a canela me sabían sus palabras. Él me enseñó que hay palabras amargas y
dulces, saladas, sosas y sin gracia, insípidas y desabridas, tontas e inoportunas, feas
y desafortunadas, pero sabiendo decirlas cuando hay que decirlas las palabras
son solo palabras, que te encienden, te apagan, te elevan, te traen, te llevan,
te dicen, te callan…, y así, poco a
poco, paso a paso, él abrió mi alma al aroma
que se desprendía del sabor a canela que tenían sus palabras.
Me enseñó a ver el color de las palabras –si sólo tuvieran sabor no serían palabras, me
dijo- porque las palabras nacen de la complejidad del alma humana y en ella se
guardan todos los sabores, todos los olores y todos los colores, todas las
sensaciones y las pasiones, y los sueños que guardan como un tesoro en sus
entrañas -. Hay palabras rojas de ira o de pasión, de peligro o de fuego, de
deseo o de furor, verdes de envidia o de
discordia, de codicia o de avaricia, negras
de odio o rencor, pálidas de asombro, amarillas
de cobardía o de de celos o de envidia.., pero esos mismos colores pueden
abrazar a palabras como amor o alegría, amistad o vigor, voluntad o fuerza, y luz y mañana… Hay
palabras luminosas como el día, brillantes como las estrellas, misteriosas
como la noche, y las hay descoloridas y
oscuras, sombrías y tenebrosas. Pero
entre todos los sabores y olores de las palabras, me quedo con
el sabor a canela de las suyas.
Abrió mi mente al valor de las palabras, sí, palabras que necesitan de
ese ingrediente para pronunciarlas, porque hieren, porque inquietan, porque amargan, porque son ácidas, y cuando aciertan, turban, cuando
saltan, admiran, y cuando son dulces, conquistan, cuando son saladas, calan, conmueven si son
tiernas y, con su aroma, enganchan. Al tacto son suaves o ásperas, de esparto o
de seda, al gusto saben a gloria, a delicias de oriente, pero también las hay agrias, picantes o neutras, sin color ni gracia. ¡Pero ah, el aroma de las palabras! Las palabras huelen a campo, a flores abiertas, a romero, a pan recién hecho, a
hierbabuena, a mujer enamorada, a tierra húmeda, a brisa, a mañana..., pero sobre todo siempre recordaré el sabor a canela de
sus palabras.
-¡Ah, si no hubiera
palabras! Me estremezco al
pensarlo. Si no hubiera palabras no
habría cielo ni tierra ni agua ni fuego ni luz ni aire, ni sol ni luna ni
estrellas..., no habría nada, no habría amor, y sin amor no hay palabras, no habría universo, no habría creador. Yo no
estaría si no hubiera palabras.
Cuando me habló me dejó su sonrisa en palabras, y su aroma, y su sabor y
su pasión por la palabra. Me contó que
él, de pequeño, ya me quería sin saber nada de mi. Me dijo que había soñado con
las palabras y que yo las contenía todas.
-¿Se puede soñar con palabras? –le pregunté con extrañeza.
-Yo lo he hecho –respondió.
-¿Y qué soñabas?
-Soñaba contigo y con mi mañana.
-¿Conmigo?
-Sí, contigo, con mi palabra.
-¿Soy yo una palabra?
-Tú eres la palabra.
Me ruboricé. Si yo en realidad
era muy poca cosa, tan sólo una palabra desconocida perdida entre tantas. Pero,
¡ay!, me dejó su sonrisa en palabras, y su jadeo, su jadear de palabras. Fue entonces
cuando, al influjo de su sueño, me transformé en lo que él había soñado. ¡En
pura palabra!
Comenzó titubeante a contarme cosas, ¡qué cosas me contaba! Una veces reía, otras lloraba, ora me
inspiraba pena, ora me hacía pensar, me admiraba…; luego imbuía en mí la
inquietud, la fantasía, la intriga, el miedo, la congoja, el dolor..., y el
sufrir de no encontrar y la sorpresa de
hallar y las palpitaciones y el estremecimiento de vivir. Ahora palabras tiernas, después palabras
duras, sencillas, soñadoras, procaces, sarcásticas..., más adelante, raras,
desconocidas, bellas, irónicas, divinas palabras. Me contó mi propia historia forjada por él de
palabras, palabras que aún me saben a la canela de su aliento de palabras.
-Cuando acabó de contarme su historia, que era ya la mía, le pregunté que
cuál era el nombre de mi palabra:
--Poesía –me dijo cuando me preñó
de palabras.
Palabras repletas de sabores, de aromas, de colores, de sonidos, de
sueños, de fantasías, de amores..., pero sobre todo me colmó de atenciones,
jadeos y suspiros, y me dejó un sabor, el sabor de quien soñó con hacerme palabra.
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