jueves, 21 de febrero de 2019

CAPERUCITA EN FACEBOOK










   Apuraba  Caperucita el paso  por el bosque para llegar pronto a casa de su abuelita. No quería que  le alcanzara la noche en la espesura. Pero la niña, que era de natural curiosa, se desvió de su camino habitual y se perdió en el bosque de las redes sociales.

    No se arredró, era una niña inocente, pero también valiente. Donde el camino lleve, pensó. Y andando el camino se topó con una gran puerta de acero en cuyo centro podía leerse: BIENVENIDA A FACEBOOK. Dudó, pero al final optó por pulsar el timbre.  Al instante se abrió una trampilla de donde emergió una pantalla que la invitaba a entrar si consentía en registrarse.  Lo hizo y se registró como Caperucita “La Roja”.  Y sin más se introdujo en el peligroso, pero  apasionante bosque de la realidad simulada.  

   Enseguida le pidieron amistad. El primero en pedírsela fue el lobo, claro.
  —Hola, Caperucita –saludó- ¿qué te trae por aquí?
 —No sé, curiosidad, yo iba a ver a mi abuelita  –se excusó.
 —¿A tu abuelita? –indagó la alimaña- ¿Y dónde vive tu abuelita?
—En una casita en el bosque –informó incauta.
—¿Quieres ser mi amiga? –propuso la fiera.
—Bueno –aceptó Caperucita sin más.
  Y así fue como Caperucita y el lobo se hicieron amigos. Y se conocieron y se enamoraron.  Caperucita alcanzaba a la sazón  los quince, pero aparentaba los veinte.
  Un día se citaron  en el bosque para ir a ver a su abuelita en una visita de cortesía.
  —Hola, abuelita, he venido a presentarte a mi novio –y le presentó al lobo.
  La abuelita lo miró  y se quedó horrorizada.
 —¡Pero si es el lobo, Caperucita!
 —Sí, abuelita ¡pero es tan guapo! Mira que ojazos, mira que boca, mira que dientes…
 —¿Y dónde lo has conocido? –quiso saber la abuelita.
—En facebook –aclaró.
—¡En facebook! –se alarmó la vieja- ¿es que no sabes que ahí todo el mundo dice ser lo que no es y simula no ser lo que es? No me extrañaría que tu lobo fuera un narcisista desahuciado con espolones.
—Un respeto, abuela –se quejó el lobo.
—Lo que me faltaba por ver, que mi nieta me metiera al enemigo en casa y se enamore de él. ¡Adónde vamos a llegar, Dios mío! –se quejó la mujer.
 —Son otros tiempos, abuela, el lobo ya no es lo que era –trató de justificarse Caperucita.
—¿Qué no es lo que era? ¡Qué inocente eres, criatura! El lobo siempre será el lobo, y a la más mínima se comerá  las ovejas –argumentó la abuela. Y sin  más preámbulo se fue a al dormitorio,  asomó con una escopeta de caza, apuntó al bicho y lo descerrajó de un tiro.
—¡Pero qué has hecho abuela! ¡Has matado a mi novio! ¿Lo que has hecho  es peor que la violencia de género? Te voy a denunciar por racista y lobófoba. ¡Eres una asesina! –se horrorizó Caperucita. Y sin más volvió a facebbok y contó en la red lo que había hecho su abuelita.

  El escándalo fue mayúsculo. Las redes se incendiaron contra la octogenaria abuelita que la tacharon de monstruo antediluviano. Las asociaciones animalitas y demás plataformas anti tortura animal, asociados y asimilados,  interpusieron demanda contra ella, las organizaciones feministas renegaron de la abuela carca y se pusieron de parte de Caperucita, hubo manifestaciones masivas de apoyo a la niña y la prensa ponderó  su valentía por denunciar a su abuelita. Por unanimidad  se solicitaba una pena ejemplar y  cárcel para la homicida. De los hechos se hicieron eco los medios de comunicación de medio mundo,  admirándose del valor de Caperucita por enamorarse de un lobo, y de la crueldad de su abuela, que no dudó en dispararle y matarlo en su presencia. Nadie salió en defensa de la infortunada mujer.

  Mientras tanto, ignorada por todos e incomprendida, marginada y vilipendiada,  la abuelita, sin entender nada, se consumía de soledad y amargura preguntándose hasta morir qué mal había hecho si ella solo quiso salvar a su amada nieta de las garras del malvado lobo.



domingo, 3 de febrero de 2019

LOS AMANTES DEL PARAÍSO







    La pintura empezó a interesarme cuando contemplé el cuadro de “las Meninas”.  Me pareció que yo mismo podía meterme en el cuadro y hablar con Velázquez. Hasta ese día ninguna otra obra pictórica había conseguido abrirme la boca de asombro.  

   Fue años después cuando volví a experimentar algo parecido. Fue con “El beso”, de Gustav Klimt. Al verlo se me representó como un conjunto multicolor con forma, ¡vaya por Dios!, de falo. Cada artista tiene sus propias obsesiones. Me extrañó el color dorado de la obra, nunca antes visto en un lienzo por mí. Algo debía de significar.  El motivo central lo formaban un hombre y una mujer fundidos en un abrazo, él dándole un beso a ella en la mejilla.  El rostro del hombre, de semi perfil, lo pasé por alto, pero el de ella me llamó poderosamente la atención. Toda mujer bella me la llama. Pero en este caso no era solo su belleza,  subyugante,  era su expresión de serena placidez y la extraña expresión de resignada complacencia, como si estuviera dormida más que extasiada. Y la posición de la cabeza,  inclinada hacia atrás y el rostro vuelto hacia la izquierda. Me pareció que soñaba,  que se entregaba al beso con el  pensamiento puesto en otro sitio.

   Luego reparé  en que ella está de rodillas, detallé que me conmovió, entregada al goce del momento, o eso me pareció en una primera impresión, porque algunos detalles me hicieron dudar de que realmente lo estuviera.  Su brazo derecho rodea el cuello de él,  pero  sin convicción. Lo delata su mano, cuyos dedos están encogidos, mientras que su brazo izquierdo se dobla para posar su mano sobre la mano derecha de él. El contraste de las manos de ella, bellas, blancas y delicadas, con las de él, grandes, morenas y huesudas, ejemplificaron para mí  el contraste entre la rudeza y la delicadeza. Eso fue lo que pensé.  La mano izquierda de él rodea el cuello de ella sujetándola y atrayéndola hacia sí; la derecha se posa sobre su hombro izquierdo. 

   Luego me fijé en sus vestimentas. Él va cubierto de una túnica dorada con dibujos geométricos rectangulares, mientras que  la de ella la adornan círculos concéntricos, y su vestido, ceñido a su cuerpo, estaba salpicado de  grupos diseminados de pequeños discos de colores. Alusión, sin duda, a la masculinidad de él y a la feminidad de ella.

    Otra cosa que me extrañó  fue el lugar  elegido por el artista  como escenario del encuentro: el extremo de un jardín salpicado de florecillas multicolores, como si de una alfombra se tratara,  que se asoma a un abismo a cuyo borde cuelgan los pies de ella. La impresión que me dio es que corrían el riesgo de  precipitarse en él  en cualquier momento,  víctimas de su desenfreno.

  Todo en el lienzo destilaba  un halo de misterio, empezando por el propio beso, que no es en la boca como cabía esperar. ¿Por qué en la mejilla? –me pregunté.  Los colores dorados me remitieron a una simbología religiosa. Su disposición,  la entrega de ambos a la magia del momento, el lugar, el colorido, todo me invitaba a pensar    que estaba ante una escena  en la que el amor y la religión se fundían, como si fueran la misma cosa;  o que para el autor amor y religión son lo mismo.

   Fue lo que hizo que mi imaginación volara  y me representara a Adán y Eva en el Paraíso, y  que el abismo que se abría a sus pies es donde ellos acabarían cayendo por desobedecer a Dios. Y lo sabían. Aun así ambos se entregaban a ese instante de goce supremo que solo el amor puede sublimar. Reflexión  que me llevó a considerar que Eva no desobedeció a Dios por curiosidad o afán de poder, sino por amor a Adán, pues solo con él sería posible afrontar la vida fuera del Paraíso,  solo la fuerza del amor podría salvarlos  y conseguir que volvieran a él.

     Volví al rostro de ella, un imán para mí, a su expresión de excelsa serenidad no exenta de inquietud, y vi en  él la propia de quien se entrega a un sentimiento detrás de cual está la vida, pero también  la muerte.