domingo, 23 de junio de 2019

ENCUENTRO CON EL PASADO




     




    

   ¿Cuánto tiempo había pasado? Mucho, más del que  estaba dispuesta a recordar.   

   El día amaneció con una niebla fría y espesa que acentuaba la nostalgia de mis recuerdos.  Me levanto con el valor embargado. Ella intuía mis dudas mejor que yo las suyas. No obstante, si algo iluminaba su alma y la mía era el sol de nuestra complicidad, un juego implícito, a la vez inquietante y sereno, que dejaba su huella bajo la piel trémula de nuestros cuerpos desnudos, que se entregaban, reprimidos y cautelosos,  a la llamada de nuestro deseo.

   Descorro las cortinas de la habitación que dejan entrar una luz vencida que acuchilla mis cavilaciones. Consigue distraerme, pero a la vez alimenta mi propósito de ir a verla. Sí, quizás hoy lo haga. Hace años que  no dejo de pensarlo. Me aliaré  con el luto del día para hacerlo.  

  Me dirijo a la cocina con ella en mi pensamiento. Enciendo el gas y pongo una cafetera a calentar. La rutina de todos los días que me permite maniobrar mientras le doy vueltas  a mi idea. En pijama y  bata, unas zapatillas negras y legañas aún en los ojos,  me preparo el desayuno. No dejo de imaginar el momento del encuentro. Y mientras lo hago se me eriza la piel, como entonces, cuando  lo prohibido era la identidad del tiempo.

   Entretanto, la mortecina luz que ilumina la estancia desafía  mis recuerdos. Pero mi empeño persiste, he de ir a verla. Sé de su orgullo y de ese empeño suyo en evadirse de la cruda realidad, que se empeña en desafiar la suya. Ella tenía que saberlo aunque prefiriera estar atada al vacío de su existencia. El paso del tiempo, su cama vacía, sus recuerdos fríos, sus noches eternas… Luego, el amanecer diario que la devolvía a su desdén de mujer herida, pero su almohada delataba en sus ribetes el rocío de su vigilia.  

   Aunque ella sabe que la verdad no es más que un juguete frágil en las manos de un niño.

   Antaño, en su plenitud juvenil, se había acostumbrado a vivir sujeta a sus miedos y contradicciones, que nunca imaginó permanentes, cuando se acercaba a la frontera del pecado. Luego, en mis brazos, mis besos fustigaban sus temores y se entregaba a mi lujuria con el frenesí de un dulce castigo. Pero hoy es la muralla que debo franquear. He de  arrodillarme ante ella y pedirle perdón y mirarme en el horizonte de sus ojos, antes ilusionados, hoy vacíos de estrellas. ¿Cómo será hoy su figura? ¿Tal vez una tapia de piedras coronada de yedra? ¿Un rencor acumulado de nieve eterna? Qué importa lo que el tiempo haya hecho de ella, ambas fuimos prisioneras de una soledad sin límites sin darnos cuenta, y del pesado legado de la ausencia.

   Definitivamente demuelo los últimos parapetos de mis miedos y voy hacia ella. Hacia esa mujer que, en mi juventud y la suya, me amó sin saber cómo hacerlo sin miedo, y que hoy, con el tiempo sin tiempo, busca atravesar los empañados cristales de las ventanas de su casa para que el tibio sol del amanecer riegue las  mañanas de su senectud.

    Sin embargo, algo atenazaba nuestro deseo de encontrarnos. Ni ella daba su paso ni yo el mío, presentíamos el miedo. El miedo a mentirnos. Y decidimos ¿vivir?, bajo la zozobra de la duda. Y el paso del tiempo, termita infatigable, fue carcomiendo nuestros cuerpos hasta arruinarlos.

   No sé a lo que me enfrentaré cuando me abra su puerta. No sé lo que diré cuando detrás de ella aparezca su figura encorvada. Tal vez lloremos y nos abracemos en silencio, sin decir nada.  Vivimos aferradas a un amargo pasado en lugar de salvarnos, porque fuimos pasión viva y amor contenido, y silencio, y cada una, en su terreno, construyó su propio castillo de desconfianza  y miedo. Y a eso lo llamamos destino.

   Ahora espero delante de su casa. El goce de entonces es hoy un frío intenso que refleja, en la escarcha de la mañana, el tormento de mi alma.

  En tanto que ella, sin saber quien llama, solo acudirá a la puerta intrigada, ignorando a quién encontrará cuando abra…