El jabón es un producto de lo más
apasionante. A mí me gusta usarlo en forma
de pastilla en lugar de líquido. Por su aroma. Pero tiene sus inconvenientes. Recién
levantado entras al baño, te miras en el espejo, das un respingo porque el tío
que se refleja no eres tú –al menos tú
no eras así la noche anterior-, abres el grifo, te mojas las manos, coges la
pastilla de jabón “Magno” de la Toja, –un jabón negro de un aroma único como también
lo fuera el “Heno de Pravia”, que por
cierto se fabrica en Polonia- y ¡zas!,
pastilla al suelo.
Tu gata, que se estaba restregando contra mi
para hacerme la pelota para que le de el desayuno, da un salto de la hostia, bufa cosa mala y
sale disparada en dirección al pasillo. Pero el cable del secador, que tu mujer
se había olvidado recoger la noche anterior y que había dejado colgado de la
percha tras la puerta, se enreda entre sus patas. Semejante inconveniente
incrementa el pánico de mi minina que redobla
su ímpetu de huida arrastrando consigo al secador que cae al suelo con
estrépito haciéndolo trizas. La gata,
ante semejante desaguisado enloquece, sale al pasillo, llega al salón, se
abalanza sobre la mesa del comedor en su aterrada huida, cae sobre el tapete de
randa que adorna y a la vez protege la mesa, el cual soporta un florero de
cristal tallado con una docena de rosas, detalle de cumpleaños que tuve el día
anterior con mi mujer, engancha el tapete y arrastra tras de sí el florero que
se estrella con estruendo sobre el suelo de Porcelanosa que te ha costado un
riñón. El florero se desintegra pero muere matando cargándose una piedra del
pavimento, precisamente la que más se ve. La gata por fin se esconde bajo el
sofá huyendo de la quema y de pronto aparece tu mujer en la puerta del cuarto
de baño con cara de película del Alfred Hitchcock y pregunta espantada: “¿Qué
ha pasado?” Y yo, como un gilipollas,
con la maldita pastilla en la mano, desconcertado y sin habla, como el del
chiste de la vaca pillado infraganti, que no tuvo más remedio que decir que se
estaba cepillando a la vaca, sólo se me ocurre decir “nada, que la pastilla
de jabón se ha caído al suelo”. Y mientras mu mujer me mira como a si fuera
un alienígena recién llegado del espacio, sólo pienso
en cargarme a todos los gatos del mundo y no comprar más pastillas de jabón en
la vida.
Pero claro, nada de nada. A comprar un nuevo secador, un nuevo florero,
la docena de rosas, reponer la losa rota (menos mal que había alguna de
repuesto) y a jugar con tu gata unas horas después, la cual viene de nuevo a
restregarse contra mi como si tal cosa. La bandida. En cuanto a la pastilla de
jabón que rodó por el suelo, se deslizó más bien porque rodar no está entre sus
virtudes, la hice picadillo (con alguien tenía que pagar el pato, ¿no?), y a mi mujer tuve que decirle que juego con la
gata cuando me da la gana, faltaría más,
y que no volviera a darme más sustos de ese calibre que bastante asustado
estaba yo ya de verme en el espejo, vamos, si no quería quedarse sin marido.
Y al
día siguiente me encuentro una nota a mi nombre encima de mi mesa de
trabajo. Lógicamente la leo porque es de
mi mujer. La nota decía así:
Tipos de jabones:
-El “jabón duro”,
que se obtiene deshidratando por rociado el jabón fundido, al que se añaden
colorantes y aromas, y se moldea en barras y pastillas. (Mismamente como el de marras, dije para mí).
-El “jabón de tocador”,
se fabrica con grasas de calidad superior al jabón duro, y una vez deshidratado
el jabón fundido vuelve a ser calentado
para reducir aún más el contenido de agua.
Se le añaden colorantes y perfumes. (Ah, pues no era el duro, era el de
tocador el infame, rectifico).
-El “jabón en polvo”. También se deshidrata por rociado. Antes de que se solidifique se le añaden los
aditivos necesarios para conseguir un jabón sintético cuyo resultado final no
contiene más del 50% de jabón. (¡Coño, de lo que se entera uno! -exclamo para mí intrigado).
“Elige
querido –decía la nota al final-, aunque te sugiero que te decidas por el “jabón
líquido”, es menos “traumático”, a no ser que prefieras el “jabón en
escamas”.
“¿Escamas? –repito con un mosqueo retumbante
por la “genialidad” de mi mujer- bastante escamado estoy yo ya. ¡No te digo!”
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