I
La historia nos dice que un ser humano se complica la vida cuando su sensibilidad le permite ver lo que otros no ven, cuando sus observaciones le permiten saber que un semejante se va a caer y el único que puede impedirlo es él. Inútil pretender que rectifique, inútil advertir, inútil rogar, inútil insistir. No hay más alternativa que actuar para evitarlo; después, marcharse sin decir nada, sin esperar nada, sin mirar a nadie, pues en esta vida el mejor reconocimiento al que se puede aspirar es a que te olviden en vida y te recuerden cuando mueras, indicativo de que has hecho algo que ha merecido la pena, algo que nunca te perdonarán. Porque si le dices a esa persona “te vas a caer”, no sólo no te hará caso sino que te dirá que te ocupes de tus cosas y la dejes en paz, así que no te queda más remedio que intervenir si te sientes concernido como humano aun a sabiendas de que te espera la amargura de la ingratitud. La envidia acecha tras los recodos del camino siempre dispuesta a romper vidas y sueños. La “insoportable levedad del ser”, que convierte lo consistente en deleznable, lo firme en inestable, que rompe lazos y empatías y crea disensión donde había concordia. Hoy apenas nos queda la herencia de aquellos que intentaron un mundo mejor, más justo y equilibrado, porque el hombre, en su incesante búsqueda de la felicidad, el dinero y el poder no se respeta ni a sí mismo, lo relativiza todo y lo cuestiona todo. Lo corrompe todo. Son muchas las voces que se levantan advirtiéndonos de que caminamos hacia la catástrofe, pero la formidable maquinaria puesta en marcha es imposible pararla, y sin embargo debemos hacerlo, pues si no paramos nos pararán. Debemos anticiparnos a los acontecimientos si queremos sobrevivir, pero el mundo está ciego, no atiende llamadas, ni señales, ni avisos. Hay demasiados intereses en juego. Sólo un milagro nos impedirá caer en la vergüenza de no haber hecho lo necesario para evitar el desastre, y sin amor no hay milagro
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