La
primera vez que oí hablar del Diluvio Universal tendría yo ocho años, desde
entonces ya ha llovido lo suficiente como para imaginar peces en la atmósfera.
La idea del Diluvio me tuvo obsesionado
durante toda mi niñez y adolescencia: “Estuvo lloviendo durante cuarenta días y
cuarenta noches”. Cuando yo oí semejante afirmación de boca de mi maestro me
quedé como en trance pensando en aquella enormidad que mi imaginación infantil
no podía abarcar, aún tenía muy presente en mi recuerdo la terrible tormenta
que descargó sobre el pueblo durante sólo una hora y por poco si nos quedamos
sin tiempo y sin pueblo. La furia de la lluvia era de tal magnitud y la cortina
de agua tan densa que los adoquines del suelo volaban como pelotas de ping pong.
Luego vino la riada y allá por donde pasó se llevó hasta los recuerdos. Casas,
árboles, coches, animales y demás insectos desaparecieron de la faz del concejo
como si el pasado, encarnado en presente, hubiera regresado para cobrarse el
alquiler. Todo era engullido por el agua con una ferocidad despiadada, como si
se vengara de algún agravio. Los
vecinos, refugiados en la iglesia, único edificio junto al ayuntamiento que
resistió el desaforado envite, rezaron durante esa fatídica hora más que en
toda su vida y lo que les quedaba de ella, todo lo que sabían más lo que inventaron. Los niños, impresionados por la
devoción y el fervor que mostraban sus mayores, algo insólito para ellos, ni
respiraban abrazados a sus madres. De los animales domésticos sólo se salvó mi
gata “Pelusa” gracias a que sólo tenía
dos semanas de vida y me la metí a en el bolsillo antes de salir pitando hacia
la iglesia.
Aquella experiencia marcó el devenir del
pueblo durante mucho tiempo. Los vecinos en cuanto caían cuatro gotas se ponían
a rezar, y si tronaba dejaban todo lo que estaban haciendo y se congregaban en
el templo. Fue tal la psicosis que engendró el feroz vendaval que cualquier
ruido sospechoso se antojaba un trueno. El miedo que provocó en algunos vecinos
llegó a su más alta cota cuando un joven labrador, aconsejado por su padre al
respecto, se vino corriendo a todo trapo al pueblo huyendo de una tormenta no
obstante lucir un sol radiante: había confundió el ruido del trasiego ventral
de la yunta de mulos con un trueno. El cachondeo que generó su ridícula
conducta en todo el municipio palió en parte el pánico genético que el ciclón había provocado. Ahora el temor no era tanto a las tormentas
como a hacer el ridículo.
Imposible, pues, imaginar lo que una tormenta
como aquella podría provocar en la tierra durante ¡cuarenta días y cuarenta
noches! Algo descomunal. Lo que no me cuadraba, empero, era que el Diluvio hubiera
sido provocado por Dios para castigar la maldad de los hombres. Tampoco me
entraba que en toda la tierra sólo hubiera un hombre bueno, Noé, y con él su
familia. ¿Y los niños, es que en aquella época todos los niños eran malos? ¿Y
las mujeres, también eran todas malas? Eso no podía ser, las mujeres eran para mí
ángeles (luego descubrí que entre ellas también había algún que otro demonio,
pero eso fue mucho después). Más tarde supe que, históricamente, las mujeres y
los niños habían contado, y contaban, muy poco, así que fueran malas o buenas
ellas y sus hijos tenían que ser forzosamente víctimas de la ira del Señor y
correr la misma suerte de sus maridos, los auténticos culpables.
Pero claro, eso no era justo, y siendo Dios justo, el más justo entre los justos, no
podía cometer semejante barbaridad. Fue
así como comencé a dudar de que el diluvio, si es que tuvo lugar alguna vez,
fuera cosa del Señor.
Sin embargo así lo decía la Biblia, y la Biblia, así nos lo
enseñaron, tiene origen divino, por tanto dudara o no el diluvio era una verdad
incuestionable. Aun así, seguía sin cuadrarme. Lo malo es que estas dudas y
otras que me reconcomían por dentro no me atrevía a comentarlas con nadie, ni
siquiera con mis amigos, así que crecí con ellas. Para mi sorpresa fueron las
matemáticas las que me ayudaron a despejarlas. ¡Qué cosas! Desde entonces tengo la fundada sospecha de
que no es con la palabra sino con las matemáticas con las que descubriremos a Dios.
¡Qué decepción! Yo que creí siempre en la superioridad de la palabra sobre el
número tuve que poner a Pitágoras por encima de Platón. ¡Lo que da de sí una
tormenta!
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