En uno de sus programas dominicales, cuando Zapatero aún gobernaba, pero lo mismo podía haber sido hoy, Isabel Gemio preguntaba a un oyente: “¿Qué le preocupa a usted?”, pregunta que en
los tiempos que corren es de casi obligada formulación, y este, como
disculpándose, aclaró: “Soy un hombre que no tiene grandes
preocupaciones”. Ante tan sorprendente
respuesta, Isabel, casi sin solución de continuidad, quiso saber más: “¿Es
usted feliz?” Y el oyente, que ya había demostrado su sinceridad, le contestó:
“Sí, lo soy”. Respuesta que despertó en
Isabel su instinto periodístico y su esencia de mujer, y como no tiene nada de
tonta quiso saber cuál era su secreto. Pretensión muy lógica, pues el hombre
viene buscando a esa furtiva esquiva desde que se dio cuenta de que ser humano
es una desgracia como otra cualquiera, de manera que un poco de felicidad permite sobrellevarla sin que la desesperación ocupe su hueco. Pero
el oyente volvió a reiterar lo que ya había dicho: "El secreto es “vivir sin
preocupaciones”.
Una pena que Isabel, seguramente acuciada por el tiempo, no siguiera
profundizando en el velado misterio que permitía a su oyente ser feliz y
decirlo, porque la pregunta inmediata, es decir, la que yo le habría hecho, es
“¿Y cómo consigue usted vivir sin preocupaciones?”
Estoy seguro de que esta pregunta le hubiera hecho meditar algo más la
respuesta. Pero claro, tampoco podemos saberlo, cómo tampoco podemos saber a
qué preocupaciones se refería, si a las cercanas y particulares o a las lejanas
y generales, o si dentro de las primeras sólo caben las de su entorno familiar
o alcanzan también el social, o si unas están en función de otras, es decir, si
las particulares están en función de las generales o viceversa…
En fin, son tantas las preocupaciones, de tan variado pelaje,
procedencia y naturaleza que parece improbable, por no decir imposible, que alguien se libre de ellas. Tal vez por eso Isabel, con esa voz suya tan
sugerente, cálida y aterciopelada, le
pidió al oyente que le escribiera un correo en el que expresara la opinión que
le merecía su programa.
Es lista Isabel, ha sabido advertir, lo cual no es fácil cuando se está
acuciado por la preocupación del cuidado en la expresión y la corrección de la
forma, que sólo una persona a la que no
le preocupe nada o casi nada, puede emitir una opinión limpia de prejuicios y
de contaminación ideológica, enteramente ecuánime y desapasionada, pura en una
palabra.
Y es el caso, el lector ya habrá reparado en ello, que cuando vivimos
con el zurrón lleno de preocupaciones su peso nos hurta la objetividad, nos la
secuestra. Es fácil imaginarlo: cuando a uno le aprieta el zapato habla bien de las alpargatas.
Algo muy parecido está ocurriendo ahora con la crisis que nos han endosado
con nocturnidad y alevosía y que nos agobia e inquieta, una crisis en verdad
repugnante y que al oyente de Isabel Gemio no parecía preocuparle. A mí no es que
me quite el sueño, hasta ahí no llego, pero un punto de intranquilidad sí me
causa porque “nada de lo humano me es ajeno”. Los que abrazan la ideología de
izquierdas aprovechan la coyuntura para cargar las tintas contra el
capitalismo y el neoliberalismo del que
vaticinan poco menos que su final, algo que ya predijo Marx, así que no dicen
nada nuevo, pero callan que el otro sistema, el de la economía planificada y la
titularidad estatal de los medios de producción, es la estafa más monumental que
el hombre le haya hecho nunca a la humanidad.
El hombre trata por todos los medios de liberarse de sus propias
limitaciones, y ha creído encontrar el la ciencia el camino para conseguirlo:
descubramos la clave de la existencia en la ciencia y vivamos libres de
preocupaciones, felices y contentos. De tal forma que la simple reputación de científico aplicado a una teoría
es suficiente para que, si se aplican las reglas que permiten la obtención de
un resultado, éste debe producirse antes o después. Y el hombre, seguro de esa
verdad, duerme tranquilo sin sentirse responsable de las “esquirlas” que, a
modo de partículas indeseables, la contradicen.
El “socialismo científico” pretendía precisamente esto, presentar a la
humanidad un método infalible para lograr lo que el hombre siempre había
buscado sin encontrarlo: la felicidad, el paraíso en la tierra, el secreto para
vivir feliz en este mundo sin sentido. Sólo había que aplicar los postulados
que sostenían tan brillante doctrina científica y a esperar a que, cual manzana
madura, cayera la felicidad y surgiera
un hombre nuevo de ella. Esto sí que es un milagro y no los que se inventa la Iglesia.
Las matanzas de Stalin no eran más que el resultado “indeseado”
pero inevitable de aplicar las reglas del socialismo científico, que, por el
hecho de serlo, escondía el secreto de
la felicidad, el germen de la verdadera libertad. El sacrificio en vidas, las
“esquirlas” inherentes al proceso, era el precio a pagar: el fin justifica los
medios, venía a decirnos tan brillante teoría. Lo mismo cabe decir de Hitler,
el otro iluminado, que creyó encontrar
en la teoría de la selección natural el
fundamento de su sueño. Dos monstruos que quisieron hacer feliz al hombre.
¿No es repugnante? Que todavía haya por ahí quien defienda las ideas de
Marx, Lenin y compañía es para darle un baño en el Manzanares para aclararle
las ideas. Estamos de acuerdo en que el
capitalismo, al que muy pocos quieren, yo me incluyo entre los tales, es en
muchos aspectos detestable y perverso, pero
ha creado más riqueza, bienestar, libertad, calidad de vida y esperanza
real de un futuro mejor que cualquier otro sistema, esto es así y es
irrebatible. Y para aminorar el efecto de sus “esquirlas” indeseables surgió el
Estado Social Democrático y de Derecho. El capitalismo no es científico, se basa en
unas cuantas leyes y principios muy elementales que se basan en el
comportamiento humano. De ahí que haya que maniatarlo porque si se le deja
libre se desmadra y ocurren cosas como el crack de la Bolsa de NY en 1929 y otros desastres financieros más recientes producto de la codicia humana. Pero lo
que ha ocurrido ahora nos ha traído una crisis repugnante e
indecente. Su indecencia es de tal calibre que se avergüenza uno de tener
congéneres de calidad tan ínfima. No sólo han gestionado con mala fe el dinero
que no era suyo para enriquecerse de manera indigna, no sólo nos han
empobrecido a todos, sino que encima los Estados tienen que tapar los efectos
de su indecencia aportando el dinero que ellos han utilizado en su propio
beneficio. Han puesto en peligro el sistema y encima tenemos que acudir en su
ayuda para no despeñarnos con ellos. Hasta qué punto es ciega la codicia. Ni siquiera han tenido en cuenta el viejo
dicho “la avaricia rompe el saco”, un dicho que debería incorporarse a los diez
principios fundamentales de la economía, pues por sí solo dice más que un tratado sobre ella. ¿Son indecentes o no son indecentes estos “gestores?”
Lo que da risa es que, con la que estaba cayendo y sabían que estaba
cayendo, nuestro ínclito Presidente del Gobierno (Zapatero) negara que hubiera crisis. Su grado
de acojonamiento era tal que cuando se dio cuenta de lo que se le venía encima
decidió que lo mejor era negarlo. Luego Dios dirá. ¿A qué si no poner tanto énfasis en que no
había crisis si estaba claro que la había? No había por donde agarrarla. La
cercanía de las elecciones hizo el resto.
Y se propuso “refundir el capitalismo”. Pero hombre, si esto lo ha
provocado la avaricia humana que, libre de ataduras fiables, ha actuado a sus
anchas. La perspectiva de una rápida
ganancia repartiendo dinero sin ton ni son ha derribado todas las barreras de
la decencia y la integridad moral, barreras que han caído como castillos de
naipes ante el tsunami de la mezquindad.
Lo que hay que buscar sin desmayo y de manera permanente porque el hombre no pone límites a su avaricia, son
barreras para el egoísmo humano, pues las de la decencia, las de la ética y la
integridad moral, la de la sensatez en definitiva, se han mostrado ineficaces, no valen para atajar ese mal.
¿Y cuales serán esa barreras? Pues leyes, más leyes, mecanismos de control, vigilancia permanente, dotar de los medios necesarios a los organismos públicos que velan para que se cumpla la legalidad y a aquellos que velan para que "quien la haga la pague". Los pecados
humanos hay que controlarlos con leyes y demás medios que las hagan eficaces. La ética, la moral, la decencia y todas
esas virtudes que hacen del hombre un ser respetable caen ante el empuje de la
fama, el dinero, el poder, el brillo…, hasta los reyes han caído víctimas de su
empuje. Así que esperar a que el hombre pare con sus virtudes la avalancha de
la voracidad es como esperar que la luna nos muestre su cara oculta. De ahí que merezca una reflexión la idea de que el Estado del Bienestar empieza a tener sentido cuando el Estado de Derecho haya conseguido controlar eficazmente el egoísmo humano y la avaricia, pues sin ese control el Estado del Bienestar siempre estará en peligro, luego este debe sacrificarse hasta el límite que permita reducirlo para que deje de serlo.
¿Y todo esto cómo le afectaría al oyente de Isabel Gemio? Pues
seguramente dirá que para qué preocuparse de algo que no tiene remedio, y si la
tiene, con mayor motivo.
De cajón
oooOOooo
No hay comentarios:
Publicar un comentario