Lo invitaron a aquella sesión de teatro
porque era su obligación hacerlo, no por su interés, sino por el de ellos.
Tampoco hubiera podido oponerse aunque le hubieran dado la oportunidad de
hacerlo. No se separaron de él para que no se perdiera. Ya en el salón de
butacas, viejas, incómodas y desvencijadas, trataron de explicarle de qué iba
la obra, pero sus explicaciones eran confusas, no lograban atraer su atención,
y se distrajo mirando otras cosas, los decorados, la luces, los rostros de los demás
espectadores…, no los entendía y se entretenía en contemplar el continente sin prestar atención al contenido. Insistían e insistían,
le advertían, reclamaban su atención, lo presionaban para que se esforzara por
entender. Él trataba de hacerlo, incluso
parecía que había entendido, pero o ellos no sabían explicarse o carecían de
recursos para que desviara su interés, pues encontraba las
luminarias del techo más atractivas que su conversación. ¿Por qué no lo dejaban
en paz?, pensaba.
Tras muchas explicaciones no estaban seguros
de que las hubiese entendido, y dudaban entre seguir intentándolo o desentenderse
de él, entre seguir insistiendo o que aprendiera a entender por sí mismo, que
se equivocara, tropezará y cayera. Nosotros no podemos enseñarle más, que aprenda
solo. Sufrirá, hará el ridículo, se
avergonzará, pero al final aprenderá. Será duro, le costará, dará un rodeo
inmenso para comprender lo que querían que comprendiera, pero eso le enseñará
el coste de prestar atención a la voz equivocada. Pero, ¿y si se pierde? Tuvieron
que correr ese riesgo, sólo podían observarlo. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Él, después de escucharles, creyendo saber,
se hallaba en realidad perdido entre el
gentío. Aun así se aventuró de seguro de encontrar respuesta a sus inquietudes.
Miraba a un lado y a otro en busca de un rostro amigo, de una mirada
comprensiva, de un gesto amable, de una sonrisa acogedora, de alguien con quien
compartir su inquietud, su soledad, su ansia de vivir, de saber, de comprender
de qué iba aquello.
Encontró miradas esquivas, rostros crispados,
gestos ceñudos, sonrisas forzadas, palmaditas en la espalda…, y cuando creyó
encontrar al amigo con quien compartir su soledad y moderar su angustia, la
amistad no pudo con la envidia y de nuevo la soledad. Pero aprendió, aprendió
cosas que no hubiera podido aprender de otra forma.
Pero entonces tuvo que aprender a perdonarse
a sí mismo para no hundirse, pues él
también se consideró culpable, para no caer en la sima de la desesperanza, para poder sobrevivir entre tanta podredumbre,
sobreponerse al dolor para poder aprender de él. Aprendió a vivir soñando,
imaginando que todos aquellos rostros que lo miraban lo hacían en realidad para
darle ánimos, para ayudarle a entender la obra que se preparaba a presenciar,
para decirle que podía contar con ellos. Por momentos, incluso, llegó a creerlo
y fue feliz haciéndolo. ¡Era tan fácil abandonarse a la dulce sensación de
pensar que todos estaban con él, que lo apreciaban y estimaban, que
participaban de su zozobra!
Pero la inquietud no se iba, ignoraba aún muchas cosas, tenía la impresión
de que estaba olvidando algo, algo importante que no sabía qué era, y aunque no quería atormentarse por ello intuía
que cuando se levantará el telón seguramente no entendería nada, confiaba no
obstante en que antes de que eso ocurriera le daría tiempo a comprender las
claves del drama que trataron de enseñarle y él no acabó de asimilar.
Se esforzó por saber, por entender, por
comprender, por penetrar en el significado de su lenguaje. Llegó a sentirse
satisfecho y orgulloso de sus progresos, tanto que se olvidó de sus compañeros
de asiento, de aquellos que lo llevaron a presenciar la obra y que optaron por
desentenderse de él visto su escaso interés por comprenderla. Tan seguro estaba
de sus conocimientos que llegó a pensar que no sería necesario que se
interpretara la partitura para entenderla. A él le preocupaban otras cosas.
Con esa seguridad, tan sólo con una remota y
levísima inquietud que ni siquiera lo era, se arrellanó en su asiento y se
preparó a disfrutar del espectáculo. Cuando se levantó el telón el escenario se
iluminó y dio comienzo la obra. Y vio quién era el único actor que apareció en
escena, la sonrisa se le congeló en su rostro hasta convertirse en una mueca de
espanto. Era su hijo quien apareció en el escenario como protagonista del drama,
¡su hijo! No entendió nada, absolutamente nada, nada de lo que le dijeron
y enseñaron sus acompañantes tenía que ver con lo que estaba presenciando. Los
miró, quiso preguntarles por qué estaba allí su hijo, por qué estaba allí él,
porque no entendía lo que decía, pero ya no estaban y los que se quedaban se
encogieron de hombros. Llegó a dudar de
que fuera su hijo, pero no había duda, no comprendía cómo estaba allí y por
qué, pero era su hijo, al que ecordaba en su cuna recién nacido, con su
carita inocente y adorable, que interpretaba una farsa ajena a él por completo.
No entendía nada, absolutamente nada, pero de pronto lo comprendió todo, ahora, cuando ya
no podía subirse al escenario y pedir explicaciones era ridículo.
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