Permitidme la licencia de traer a mi blog uno de los relatos de mi libro "PALABRAS DE INVIERNO", publicado por Editorial Atlantis. Lo traigo porque viene a colación, por la época y por lo que está pasando. Espero que disfrutéis de él.
oooOOooo
Huele a despedida, el invierno despide a un
año para entrar en otro, se va consumiendo a sí mismo. En la vida todo se
consume, todo tiene su hora de partida, su
hora del adiós, un desfile continuo de salidas y partidas que van
dejando su huella en nosotros casi siempre en forma de desengaño. Pero a veces
la muerte se equivoca, llama a la puerta de quien no está dispuesto a morir
porque su muerte significaría la muerte de la propia muerte.
DESPEDIDA
Llegó
de madrugada, con la niebla y el frío, cuando
aún las sombras eran dueñas de la hora.
Nadie la vio llegar ni nadie la esperaba. En su caminar, lento y
parsimonioso, pareciera no tocar el suelo, como si tuviera el tiempo medido o fuera su
dueña. Tocada de larga túnica negra con capucha,
si no era la malquista solo podía ser su sombra.
Se paró ante una puerta de madera claveteada
y descolorida, sin llamador y con gatera. Tocó con los nudillos y esperó. Su
morador tardó en abrir, sin embargo la sombra permaneció impasible ante la
puerta, como si supiera que su ocupante acabaría abriendo.
Por fin alguien abrió. Lo hizo despacio, pero
sin titubeo. Su figura se perfiló por completo en el vano mirando asombrado y curioso a la recién
llegada. Era alto y esquelético, renegrido
y pálido, con barba hirsuta y cabello revuelto, una sombra de lo que algún día
fuera. Se miraron, miradas sombrías y
cansadas que lo dijeron todo sin decir
nada.
--No te esperaba –dijo el inquilino a modo
de saludo.
--Nadie me espera nunca –respondió la otra indiferente
con voz dura y cavernosa.
--Ya que has venido, pasa, no te quedes en la
puerta –invitó secamente.
--Gracias, pero no vengo de visita sino a
llevarte conmigo –arguyó la ingrata.
--Sí,
ya sé que la última palabra es tuya, pero tengo algo que decirte que tal vez la
posponga –insistió el de la casa.
--De acuerdo, entraré ya que insistes –accedió
molesta y de mala gana la visitante del alba- pero todo argumento es inútil,
toda palabra, huera.
Entraron en la cocina y ambas se sentaron al lado de la chimenea,
una frente a la otra, sin ceremonias, en
silencio.
--Me extraña que no llores, todos lloran
cuando llego –refirió la de lúgubre
túnica y gélida mirada.
--Más me extraña a mí que tú digas eso –respondió el sorprendido anfitrión con un
matiz de dureza quien, a la luz de la lumbre, pareciera más persona, menos
sombra.
La sombra espectral, que debía ser si no la
misma muerte, la muerte misma, lo miró
de hito en hito, sin entender.
--¿Y qué tienes tú de especial que no tengan
los demás? –preguntó con un punto de irritación e impaciencia en su voz, dura como el
pedernal.
--Otra pregunta cuya respuesta no deberías
ignorar –sentenció de nuevo el de rostro renegrido y cabello revuelto- ¿o acaso
es verdad lo que dicen de ti?
--¡Se dicen muchas cosas de mí! –exclamó
despectiva la embozada.
--Se dice de ti que eres ciega, insensible y fría, malhadada e
inoportuna –refregó el visitado sin alterarse, muy sereno y un
punto desafiante-, sin criterio y boba.
La que no era sino la misma calva soltó una
estentórea carcajada que retumbó entre las desnudas paredes de la modesta
estancia.
--Yo soy así porque debo ser de esa manera, es
mi deber, imprescindible para mi misión, pero vosotros ¿cómo sois? –preguntó sarcástica
y mordaz- Yo te lo diré, triste mortal: pretendéis ser luz y no pasáis de ser
sombras en fase de especificación, solo
os dais cuenta de lo que sois cuando yo aparezco, cuando ya es demasiado tarde.
No merecéis que sea de otra forma.
--Pero en este caso has errado en tu
pronóstico, sombra hedionda –puntualizó el de la barba hirsuta sacando pecho y
apuntándola con su índice.
La de la guadaña miró con inusitada fijeza a
aquella figura desgarbada y triste para
asegurarse de que estaba ante quien tenía que estar.
--Yo no veo en ti a nadie especial, eres un
mortal más que se resiste a su suerte,
yo nunca me equivoco –acabó sentenciando dando síntomas de impacientarse.
--¿No has oído hablar de mí? –preguntó el
hombre pálido sorprendido, estupefacto.
--Yo solo debo saber dos cosas: tu nombre y
que ha llegado tu hora, no necesito saber nada más –replicó la chicharrona con
fastidio, tratando de poner fin al absurdo diálogo.
--¿Estás segura? –preguntó ahora el otro con
una casi imperceptible ironía, como disfrutando.
--¿Acaso lo dudas? –respondió soberbia e incómoda- tú eres don Quijote de la
Mancha y vengo a por ti, tu recorrido en este mundo ha acabado. Y basta ya de cháchara.
Entonces, con gran dignidad y parsimonia, el
hidalgo de lanza en astillero y adarga antigua, el Señor de la Mancha, se
levanto ofendido de su asiento y,
dirigiéndose a su insolente e intempestiva interlocutora, le dijo:
--Te has equivocado, patas de hilo, raya
pelona, soy como bien dices don Quijote de la Mancha, el Caballero de la Triste Figura, pero ignoras que soy inmortal, sombra ciega, fría
en insensible además de sorda y desmemoriada, sayona y malandrín. Vete por donde
has venido si no quieres que te convierta en vida antes del alba.
--¡Pobre don Quijote de la Mancha, se resiste
a morir! –se jactó la parca dando una carcajada- Tú ya no eres nadie,
perteneces a un tiempo caduco y lejano, olvidado.
--¡Cómo te atreves, pelleja inmunda! Don
Quijote soy, y mi profesión la de andante caballería. Son mis leyes, el
deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar el mal. Huyo de la vida regalada,
de la ambición y la hipocresía, y busco para mi propia gloria la senda más
angosta y difícil. Esto nunca envejece.
--Pero el mundo sí, y el hombre también, y tú
perteneces a otro tiempo –sentenció la segadora jactanciosa riéndose-, tanto ir
por caminos y veredas defendiendo al débil
y deshaciendo entuertos no han servido para nada, el mundo te ha
olvidado, viejo loco, y el olvido soy
yo.
--Te equivocas, sombra pelona –protestó el
caballero- en cada hombre late un quijote.
--Te equivocas tú, vejestorio trasnochado
–rebatió la mocha-, hoy solo late lo peor de Sancho en cada hombre.
--Con
mayor motivo no debo morir, el mundo me necesita, vieja chocha –objetó el
hidalgo manchego con ardor.
--Pero si eres un viejo carcamal –se burló la rasera levantándose.
--Más
vieja eres tú y sigues cumpliendo con tu misión- contradijo Don Quijote- ¿o tal
vez no?
Y en estas
amaneció y la innombrada se esfumó sin poder responder.
El Caballero permaneció de pie en el centro
de la pieza, erguido, un punto desafiante, tal vez reflexionando sobre lo que
acababa de vivir. De pronto se puso en movimiento, salió con paso presuroso al
portal y gritó:
--¡Sancho, amigo Sancho, ensilla a Rocinante
que el mundo nos necesita!
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