Es ingenuo pensar que en los tiempos que
corren una mujer espere a que aparezca
su principie azul para brindarle su virginidad y las mieles del amor en primicia. Lejos
están los tiempos en los que la mujer tenía en su virginidad
lo más preciado de su vida, un tesoro
de inefable valor que guardaba con primor para el hombre que supiera enamorarla
y fuera digno de su amor, ¡ay de la mujer que la perdiera! Tiempos oscuros e
inciertos en los que la mentira se
paseaba por las calles disfrazada de verdad, tiempos en los que la mujer tenía que aparentar lo
que no era, renegar de lo que más deseaba y entregarse al papel que la sociedad había dispuesto para
ella. Cuando este rol cambió se vio claramente que la mujer era la sacrificada,
la que tenía que renunciar a sus sueños y a su vida para que el hombre se
realizara. Hoy la mujer pide el mismo protagonismo que el hombre, tener su
propio papel en la sociedad, intervenir en un plano de igualdad en todos los asuntos que le atañen, tanto en
el ámbito familiar como en el social, por tanto, no podía quedarse al margen el
personal, básico para actuar en libertad. Justo es, pues, que si le gusta un
hombre la virginidad no pueda alzarse como un impedimento para su felicidad,
mucho menos como referente de su honestidad.
Todo esto que relato es así, y es justo que
así sea, pero hay que enmarcarlo en un contexto de valores que actúen de guía,
pues sin ellos todo se corrompe. Uno debe de ser responsable de sus actos,
saber calibrar sus consecuencias a fin
de ponderar lo que conllevan y a quién implican, pues con frecuencia incurrimos
en actos cuyas consecuencias pagan otros, lo cual es una frivolidad que acarrea
mucho sufrimiento. Es verdad que el sexo es un poderoso elixir al que pocos se
resisten, que se cuentan con los dedos de la mano quienes aguantan estoicos sus
poderosos aguijonazos, y no de grado precisamente, lo cual en sí no es malo,
nadie es feliz sin sexo, pero ¿qué pasa cuando la mujer se queda embarazada a
consecuencia de un polvo a escape libre?
Hoy esto se “arregla” interrumpiendo el embarazo, un arreglo que la sociedad ha
tenido a bien regular como un recurso extremo para enmendar errores humanos y
remediar situaciones dramáticas, pero antes no existía esta vía, así que toda
la carga del acto había que asumirla con la resignación propia de quien no
encuentra otra salida. Y cuando no hay salida, la desesperación y el
sufrimiento. De ahí venimos.
La tragedia es que se pone una vez más de
manifiesto la triste condición del ser humano, que para enmendar un error no
tiene otra solución que incurrir en otro aún mayor, por mucho que se quiera
presentar el derecho al aborto como un avance social y un gran logro para la
mujer. No es así, es un producto de la
injusticia social de una sociedad cada vez más egoísta que ha optado por una
vida en la que la libertad no se vea maniatada por impedimentos morales ni
éticos, pues vivir conforme a ellos genera aún más injusticia ya que la vida
sigue su curso sin tener en cuenta el sacrificio de comportarse conforme a unos
valores, mientras que los que prescinden de ellos disfrutan de ella con descaro
sin que luego la justicia les pase la factura, si es que se la pasa, y si se la
pasa lo hace con descuentos. Esta es la realidad, de manera que prohibir el
aborto no llevaría sino a hacerlo clandestino. Los que están en contra del
aborto se resisten a aceptar esta verdad, pero es que aunque llegaran a
aceptarla pondrían siempre por delante la inmoralidad del hecho, pues conlleva
sacrificar una vida en aras de la libertad de acción y de elección, algo que
les repugna en su conciencia aun reconociendo que hay situaciones en las que es
necesario regularlo, pero de ahí a aceptar el aborto libre hay un gran trecho
que los antiabortistas no están dispuestos a recorrer ni a los proabortistas
acortar. Es la eterna cuestión de siempre, la resistencia de unos a aceptar que
la realidad imponga su tiranía sin presentarle batalla como medio de dignificar
al hombre, por una parte, y por otra rendirse a la evidencia y que cada cual
decida según su propia conciencia le dicte, o su circunstancia, que también
cuenta, pues la verdad es relativa y si fuera absoluta sería mentira. El hombre
es como es y esto no hay quien lo cambie.
Ciertamente necesitamos contrapesos
para evitar el caos y la barbarie, referencias a las que agarrarnos para no hundirnos
arrastrados por nuestra propia inconsistencia. Y en estas estamos: obligados a
aceptar el mal pero necesitados de que nos reconforte el bien. El problema es
que para unos el bien es la vida, para otros, la libertad de elegir, sin
embargo ambas partes hablan de “dignidad”, pero desde supuestos diferentes, no
es lo mismo la dignidad de defender la
vida humana que la de respetar la dignidad
de la mujer. Y no parece fácil integrarlas, pues en ambos casos hay que aceptar
el mal.
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