CAPÍTULO I
Presentación Jiménez Jiménez, conocida popularmente en Benojar del Duque
como Presen, ejercía su labor
doméstica a sueldo desde que a los catorce años terminara su educación
primaria.
A la sazón era una mujer alta y corpulenta, bien parecida, con porte de
gran señora, aunque lenta y torpe. Gozaba
de buena salud, aunque debía cuidar su tensión. Instalada en sus cincuenta
años de vida, dedicaba cuerpo y alma
a su trabajo y al cuidado de su madre, la tía Milagros, con quien vivía
sin más compañía que una gata a la que llamaba “Princesa”, tal vez lo que ella soñara con ser algún día.
Tenía dos graves defectos: un gran corazón y muy poco juicio, y si bien
era complicado afirmar que el primero fuera la causa del segundo o viceversa,
estos aspectos de su personalidad
constituían una fuente de problemas en su vida, pues estaban en la base de sus fracasos afectivos y de las frecuentes discusiones con su madre y
los vecinos. No lo podía evitar, ella era así y así sería hasta que Dios dispusiera
llevársela, certeza que le causaba un
tremendo comecome cada vez que le venía a la cabeza, por lo que decidió no
pensar en esa perturbadora realidad que le quitaba el sueño ni en nada que
tuviera que ver con ella, decisión que no vino sino a agravar aún más su
problema.
Dos episodios de su vida, uno en su infancia y otro en su juventud, fueron los que, sumados a sus carencias intelectuales, constituían la brida inconsciente de su
manera de actuar.
Nueve años y la más tierna inocencia en sus ojos cuando asistió al
entierro de su padre. El boato del tránsito, las prédicas del cura, el
catafalco cubierto de telas negras, la iglesia lúgubre, iluminada tan solo por
los cirios que proyectaban sombras, el olor a cera, el misterio, el silencio reinante roto tan solo por los
gemidos de las mujeres, los siseos, las salmodias del sacerdote…, y después,
aquel camino interminable al cementerio, el sonido de las campanas doblando, el
enterrador desclavando el crucifijo de la caja y dándoselo a su madre, aquella
fosa tan profunda por la que descendió su padre, el espantoso sonido de la
tierra chocando contra él… El terror y
el espanto que le produjo la tétrica ceremonia penetraron en ella y ya nunca
consiguió arrancarlos de su vida.
Desde entonces, con tal de no pensar
y olvidar su terrible experiencia, le dio por inventarse historias y, cuando su
imaginación se cansaba de trabajar, exageraba las que habían tenido lugar, las
modificaba agregándoles algún
detalle a su gusto o las adaptaba a su ser. Le resultaba divertido. Ora omitía,
ora adornaba, ora cambiaba…, pinceladas personales que añadían morbo e intriga alimentando así su necesidad de tener algo propio que
llevarse a la boca y engañar a la que un
día vendría a poner fin a sus días y llevarse sus historias.
Para su sorpresa la gente, que nunca le había prestado atención, no solo
se la prestaba ahora, sino que lo hacía
con auténtico fervor. Fue así como, poco a poco, sin apenas darse cuenta, le
cogió el gustillo a sus mentirijillas, pues con ellas conseguía matar dos
pájaros de un tiro: olvidar a la que no quería recordar y que se hablara de
ella. Protagonista, recordada. ¡Viva!
Poco le importaba a ella que antes o después descubrieran sus trolas y
la pusieran colorá, era el impuesto
que debía pagar por su mitomanía. Naturalmente ella lo negaba todo con el sello del sofoco en su cara, y si no había
escapatoria posible, con el corazón a punto de salirse de su pecho decía que
tanto afán por tacharla de mentirosa no era normal, que a ver a qué venía tanto interés habiendo por ahí cada mentirosa quepaqué…,
que lo sabía ella y no quería mirar a nadie… Otras aseguraba sin empacho alguno
que había sido una broma, que no se
había dado cuenta, que es que a veces
tenía una cabeza… Sus mentiras iban
desde lo más inocente: --Tu gata se ha
metido en mi cocina y se ha llevado dos sardinas en la boca-. Y la vecina,
alterada: -Si, claro, ahora va a resultar
que mi gata tiene dos bocas-. Y ella respondía: --Y hasta tres, que lo he visto yo, un día le doy un trancazo-. Y la
vecina, picada, le replicaba: --Ya te
cuidarás tú mucho de hacerle algo a mi gata-. Y ella concluía victoriosa: --Pues dale de comer como yo le
doy a la mía, que la tienes esmayá
viva-, hasta lo más perverso: --María,
no te lo vas a creer –con aspavientos-
mira bien debajo de las camas que he visto una culebra meterse en tu
casa-. Y la vecina, horrorizada, exclamaba: --¡Jesucristo, no me lo digas ni en broma!- --¿Broma? –fingía
sorprenderse- Un pedazo de culebra así de
grande-. Y abría los brazos en cruz todo lo que podía.
En su afán por atraer la atención no le causaba mayor empacho ensalzar a una vecina hoy, y mañana, con el
mismo objetivo, ponerla a bajar de un burro.
Estos vaivenes eran los que su madre le reprochaba amargamente. Le dolía
en el alma que su descuidada hija se
comportara como una niña caprichosa, sin reparar en las consecuencias de lo que
decía, como si disfrutara en decir hoy una cosa y mañana la contraria. No lo podía entender.
Las recriminaciones de su madre
reproducían en ella unos sofocones tremendos, pues le dolía que no la
comprendiera y encima tratara de disculparla ante las vecinas.
—Tú no tienes que decirle nada a las vecinas, que para eso me basto y me
sobro –le decía a su madre enfadada.
—¡Huy, hija mía, qué equivocada
estás! A ti lo único que te sobra es malafollá-. La tía Milagros, la pobre, estaba hartica de sufrir por
ella.
Su vida, de no ser por su
trabajo, sus artificios y su afición al chismorreo, sería un páramo desolado,
pues le ayudaba a perseverar en el
empeño de seguir siendo “buena”, de no
negar un favor a quien se lo pidiera, de impedir que su corazón le fallara y
poder seguir soñando con ser princesa, cualidades que a fin de cuentas la mantenían
en pie, la prueba era que, a pesar de
las discusiones con las vecinas, a pesar
de los malos ratos que les hacía pasar con sus “alteraciones de la realidad”,
al atardecer se sentaban en su puerta
para charlar con ella. Era su máxima felicidad, esos ratos de
cháchara en los que escuchaba y
se hacía escuchar desarrollaban en ella todo su potencial, la elevaban a los
cielos, pues aparte de ellas solo podía hablar con su madre, pero a su madre no
podía contarle sus “caprichosos desvíos”, la conocía demasiado bien:
—Ya estás otra vez con tus cosas- le
decía cuando le contaba algo que no le cuadraba, reproche que provocaba la
inevitable discusión-. --¡A quién le
habrás salido, hija, a quién le habrás salido!- se quejaba su progenitora amargamente
saldando así la polémica.
Dieciocho años tenía cuando tuvo lugar
el segundo hecho más perturbador de su vida.
Queriendo conocer otros horizontes y ganar unas pesetillas para el
ajuar, decidió irse “a servir” a la
capital. En ella estuvo varios años, no se sabe muy bien si fueron cinco o
seis. Y fue allí, en la urbe capitalina,
donde conoció a quien ella creyó que era el hombre de su vida, el cual, aprovechándose de su ingenuidad natural, no
tardó en enamorarla perdidamente empleando para ello una verborrea que a ella
se le antojó celestial. Lo demás fue coser y cantar para el aprendiz de don
Juan, pues ella, simple, confiada y desprendida, muy necesitada de amor y afecto, se entregó a
él en cuerpo y alma. Le resultaría cara su entrega, pues su pícaro príncipe
azul no se contentó con robarle la virginidad, sino que también arrambló con
sus ahorros.
Rota de soledad y desamor, sin nadie a mano a quien contarle su fracaso amoroso
a su manera, se derrumbó. Lo que más le preocupó del caso no fue tanto perder
su virtud y su alcancía como todo lo que
su madre le diría cuando se enterara, pues no tendría más remedio que decírselo
antes o después. A su madre no podía engañarla. Si a ello unimos la comidilla
de la que inevitablemente sería objeto en el pueblo, ansioso de historias como
la suya, el disgusto de su madre se
uniría al suyo y la suma de ambos sería demasiada carga para ella. Esta convicción,
y el hecho de que llegara a saber que el autor de la artimaña era un vulgar
pintamonas, sin oficio ni beneficio, que
cualquiera con dos dedos de frente habría descubierto en un abrir y cerrar de
ojos, la sumió en un estado de ansiedad
que demolió la escasa resistencia que aún le quedaba
Le sobrevino una depresión de cien quintales y a punto estuvo de
vérselas con la de la guadaña, factor a la postre desencadenante de su
curación, pues ella estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de que esa
señora no visitara su casa. En el pueblo
no faltó quien dijera que de aquí le venía a
ella su inclinación a deformar las cosas,
que se inventaba lo que se inventaba como una estratagema para no
volverse loca, para no pensar en su imperdonable falta, de forma que se fue ganando justa fama de embustera
proverbial. De hecho, cuando corría algún chisme sobre alguna de sus
conocidas la afectada se iba al bulto:
--Eso solo ha podido decirlo la embusterísima de Presen-. Puede ser, y puede que una cosa no quitara a la otra, pero
su afición al embusteo le venía mayormente por temor a que la parca se
la llevara sin que se enterara nadie y sin decir ella la última palabra. (continuará).
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