Inicio hoy, 1 de diciembre de 2018 a publicar por tramos mi novela, que escribí años ha.
Se titula LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO, y es la historia de una venganza. Tiene 322 páginas, un preámbulo y XXXI capítulos. Empieza así:
PREÁMBULO
Cuando la única opción es poner
la otra mejilla el silencio se extiende como respuesta a la injusticia. Es la
hora de los héroes. En esta historia, acaecida
en un pueblo olvidado, la costumbre llegó
a convertirlo en un mal, un mal sin
galones, pero igual de dañino. Tal vez peor.
El silencio como respuesta obliga
a fingir lo que no eres, a decir lo que no piensas, a simular lo que no sientes,
que se une a la certeza de que nunca serás lo que sueñas. Se detecta en la expresión de
tu rostro, en la ansiedad de tu mirada, en tus gestos, repetitivos y cansinos, en que nada de lo que dices trasciende fuera de ti. Y sin ser plenamente consciente
de ello llevas a cuestas tu desengaño prendido de un callar de espadas.
Interiorizas como algo natural que
trae más cuenta ser maestro de la
indefinición que amigo del compromiso. Sin
embargo, la tensión que conlleva el silencio te lleva a criticar en los demás lo
que otros critican en ti, en lugar de señalar a quien debe ser señalado, pues has
asumido que la verdad se alza como enemiga de la convivencia y el silencio como
su aliado.
Huyes del riesgo, al que tratas con
distanciamiento, y aquel que lo defiende
como un valor necesario para vivir en plenitud lo miras con recelo, pues ¿cómo
no pensar que quiere aprovecharse de ti?
El vacío de tu vida lo cubres con
misas y distracciones de casino, batidas
de caza y charlas al atardecer, en la plaza o en la taberna. Y así, con la
bandera de la desconfianza izada, pasas tu tiempo esperando que todo cambie y mejore sin hacer
nada. Todo es duda que te atenaza mientras el tiempo corre sin darte cuenta de que estas enfermo de miedo y te acuestas con la
mentira.
Este panorama, que el lector sabrá interpretar, trataron de burlarlo
tres vecinos de un pueblo perdido de la geografía española a los cuales se les
ocurrió fundar una tertulia, tal vez porque intuyeron que si seguían callando
acabarían por hablar solos. Sus
componentes, tres amigos que ni
siquiera se fiaban entre ellos, echaron
una moneda al aire y les salió cara, seguramente porque la suerte quiso darles
una oportunidad antes de que el silencio
los devorara, y fue así como se embarcaron en la aventura de vencerlo sin
sopesar las consecuencias de su azarosa iniciativa.
La historia,
de ribetes singulares, humana y trágica, por momentos conmovedora, me la refirió el guardabarreras del pueblo, un
cincuentón de generosa estatura, cargado de hombros, mirada inquieta y
tez oscura, parsimonioso y solitario, de los que hablaban poco pero rompían el
silencio cuando lo hacían, de los que están del lado de la verdad y se
comprometen con ella por amarga que esta
fuera, amargura que endulzaba con su particular sentido del humor, un
humor que se asomaba a su mirada, escéptica y burlona, para despistar al
silencio. Era precisamente esta cualidad, ser serio y
aparentar lo contrario la que, junto con su particular forma de entender la
vida, le proporcionaron fama de
frívolo, hecho que le permitía jugar con la verdad como si fuera mentira. O
viceversa.
Lo conocí una tarde, durante un paseo,
el primer año que fui a pasar unos días al pueblo, donde vivía la familia de mi mujer. Él estaba
en la puerta de su garita, junto a la vía, y lo saludé con un buenas tardes, a lo que él respondió, nos dé Dios, con cierta ironía. Al
volver de mi excursión aún seguía en el mismo lugar y le pregunté si no se
aburría, por decir algo. Me respondió que solo se aburren los que no tienen
imaginación. Me acerqué donde estaba, me presenté, nos dimos la mano y ahí
nació nuestra amistad. Todos los años, a partir de ese día, cada vez que iba al
pueblo lo visitaba. Fue al segundo año de conocernos cuando me la contó. Salió
a colación de forma espontánea y por casualidad.
Los dos estábamos sentados en la terraza de una venta de carretera, cerca del pueblo, una tarde de verano postrero con el sol en el horizonte.
Ambos saboreábamos la frescura deliciosa de una Alhambra y disfrutábamos de la placidez del lugar, razón que nos
había llevado allí. Hablábamos del pueblo,
de su estentóreo silencio, de su negro futuro, de su anodino presente y,
de pronto, en medio de la conversación, me preguntó de improviso: “¿Qué entiende usted que es la verdad?” Casi me atraganto, era la primera vez que
alguien me sometía a semejante prueba, así que lo miré con verdadera curiosidad
(debo confesar que no conocía a fondo al personaje).
La contaba un hombre de unos sesenta
años de edad con aspecto de bohemio, a un joven que compartía mesa con él. Yo
estaba sentado en la mesa contigua y aquel ejemplar de ser humano de mirada triste, cabello y barba blancos,
rostro enjuto y surcado por profundas arrugas, muy delgado, alto, vestido con
un pantalón vaquero de color negro, polo del mismo color y una chaqueta
blanca, contaba que un día Dios resolvió
decirle la Verdad a los hombres. Su
insigne decisión la plasmó de su puño y
letra en un folio de color azul y, para hacerla llegar a los humanos no
comisionó a sus ángeles ni a sus
arcángeles, sino al mismísimo Lucifer al que llamó a su presencia. Cuando el
del Averno acudió a su llamada con su habitual cortejo de olores inmundos lo
hizo arrodillar y jurar ante Él que acataría su mandato: “Has de llevar la
Verdad a los hombres en nombre de tu Dios”. Así lo prometió y se comprometió el
Príncipe de las Tinieblas doblando la cerviz,
sumiso y ladino. Dios le entregó el título donde había resumido la Verdad y el mensajero celestial de los
infiernos se personó en la Tierra tras meditar cómo cumplimentaría el mandato
divino. Revestido de su poder y disimulando su condición, reunió a la humanidad
para comunicarle la noticia de la que era portador.
--“Dios ha decidido transmitiros la Verdad –anunció a la masa informe con voz tronante desde su
atalaya- y yo, como vasallo suyo, os la traslado cumplimentado así su mandato”. --“¡Alabado
sea Dios!” --clamó la multitud. Alabanza que el comisionado prefirió ignorar.
Con el semblante contraído por la ira y
disimulando su disgusto se dispuso a cumplir su anuncio, pero ante la sorpresa
de la muchedumbre extrajo el pliego y rugió: --“¡Aquí la tenéis, buscadla!”. Y
no leyó el contenido del folio como el gentío esperaba, sino que lo hizo
confeti en un vertiginoso movimiento de manos y los arrojó al viento. Había
cumplido con el mandamiento divino. Ahora cada hombre tenía su verdad revelada
por Dios, aunque de la mano del diablo”.
El guardabarreras permaneció pensativo tras escuchar mi alegoría y al
fin comentó:
—Seguro que se quedó con más de
un trozo”. “--¿Para qué? –le pregunté-, no necesitaba ningún trozo, pues leyó el folio antes de romperlo. --“Ya
–concedió-, pero el Diablo es muy desconfiado y seguro que pensaría que lo
mejor era quedarse con varios trozos por si el hombre fuera capaz de juntarlos
todos…” Los dos reímos.
Esa fue la mejor prueba de que le gustó mi explicación, lo leí en sus ojos, si no, no me habría
comentado a continuación:
—Es decir, que si Dios comisionó
al Diablo para algo tan trascendente es que era bueno hacerlo así.
—O necesario –completé yo.
—Ya –aceptó él- por eso echó a Adán y a Eva
del Paraíso.
—Una buena teoría –abundé yo.
—De todas formas lo que tiene de curioso este
caso –creí oportuno señalar- es que aquel hombre le dijo a su joven acompañante
que su hijo era cura, y que antes de que ingresara en el seminario le contó la
misma historia. El joven, supongo
que por curiosidad o por si llegara a
tropezarse con él, le preguntó por el nombre de su hijo --“Se llama Propósito –aclaró el anciano-, le
puse ese nombre porque no hay ningún santo que se llame así, de manera que si
llega a serlo será el único. Aunque lo
dudo”.
Fue después de meditar sobre lo que le conté cuando me dijo:
-Pues yo
te voy a referir mi verdad sin intermediarios. Por cierto, no sé si será casualidad,
pero el protagonista es un cura, y casualmente se llamaba don Propósito, y era
de los que transmitían la verdad de Dios a su manera.
Y me relató esta historia que tal vez termines de leer o tal vez no,
pero si sientes que nada de lo humano te
es ajeno te invito a que llegues hasta el final. Naturalmente que yo, salvando
las distancias, te la cuento a mi
manera, como hizo el Diablo. Y también quedándome con algún trozo de ella. No
podemos escapar a nuestra condición. (Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario