Fue la propia dueña de la casa en la
que servía la que llamó a la tía
Milagros para que fuera a por ella, pues
la depresión que le sobrevino bien podría calificarse de monumental. Su madre,
que en lo tocante a cuidar de su hija no reparaba en mientes, emprendió viaje de inmediato rogando a Dios y
a la Virgen que no le pasara nada irreparable a su querida aunque atolondrada
hija.
Se la trajo al pueblo en el tren correo sin más trámites, en un pesado y
largo viaje de ida y vuelta. Solo le dirigió un reproche cuando estuvo ante
ella: --¡Ay, hija, me vas a quitar la
vida!- Una forma peculiar que ella empleaba para darle ánimos, pues la vida de su madre estaba
por encima de todos sus problemas.
Acordaron que estaría en el pueblo hasta que se recuperara de su revés
amoroso y sus lamentables consecuencias, así lo prometió su madre a la dueña de
la casa a ruegos de ésta. La recuperación llevó su tiempo, pero los aires puros
del pueblo, su tranquilidad, los cuidados de su progenitora, los ratos de
conversación vespertina con las vecinas, y sobre todo, su temor a la
innombrable, la curaron. Y cuando por
fin sanó y la sonrisa volvió a su rostro tras un largo año de agonías, dijo que
nones, que no se iba, se negó en redondo a rodar una segunda parte de su odisea
capitalina, tal vez por aquello de que segundas partes nunca fueron buenas.
Su antigua señora le escribió varias veces encareciéndole su retorno con
la promesa de aumentarle el sueldo, pero
se cerró en banda y no hubo forma, no quería saber nada de la capital ni de
todo aquello que oliera a urbe. Su madre hubo de resignarse a tenerla en casa,
pues total, estuviera donde estuviera los disgustos estaban garantizados, prefería tenerla cerca pues al menos tendría
una oportunidad de evitarle y evitarse alguno.
De esta guisa acabó su periplo migratorio y retomó su peripecia
rural: una vida sosegada y sin
sobresaltos, una madre siempre pendiente de ella para que no hablara más de la
cuenta, una “Princesa” como vigía de sus
sueños, unas limpiezas caseras para
mantenerla en forma y sus chismorreos cotidianos poniendo sal a su vida.
Desde entonces no miró nunca más a un hombre ni consintió que ninguno se
acercara a ella. --Una y no más, Santo
Tomás-, repetía una y otra vez cuando le preguntaban si tenía novio. Terca como una mula cuando se le metía una
idea en la cabeza.
La mañana que trastornaría definitivamente su vida amaneció inclemente,
una mañana de perros lluviosa y fría, con la Navidad en el horizonte, dos días
después de Santa Lucía. Como todas las mañana se levantó cuando en el reloj de
la iglesia sonaban las siete. Como siempre preparó un puchero de café, hirvió
leche, tostó pan y preparó el desayuno para su madre y ella. A su término se
aseó y ayudó a su madre a hacerlo, se vistió, se perfumó y, ya dispuesta, se
despidió de su progenitora, la cual siempre aprovechaba la ocasión para
encarecerle algún consejo. El de esa mañana fue
“ten cuidiao y abrígate, que está lloviendo muncho y no vayas a resfriarte”.
Cogió un paraguas y salió a la calle. El viento húmedo y gélido de la
sierra azotó su cara, la lluvia repiqueteó sobre el paraguas y sus pisadas
sobre el asfalto, torpes y pesadas, salpicaron
de agua sus zapatos y sus medias. Nunca usaba pantalones, ni siquiera
como pijama. Bordeó la plaza Mayor, melancólica y desierta, mientras sonaban
cadenciosas, en el reloj de la iglesia, las nueve de la mañana.
Entre las casas que formaban parte de su quehacer se encontraba “la Casa
del Cura”, así llamaba ella, y en realidad todo el pueblo, a la casa
parroquial, un caserón decimonónico situado en el centro de la calle principal
de Benojar del Duque.
Con el rictus del reproche en su rostro por el frío, aterida y mojada
pese al paraguas y al abrigo, llegó a la casa parroquial. La puerta de la calle
estaba cerrada, cosa que le extrañó, lo normal es que ya estuviera abierta, pues a esas horas don Propósito ya estaba
levantado y lo primero que hacía era abrir la puerta de la calle antes de
meterse en su despacho. Se dijo que tal
vez fuera por la lluvia, incluso a veces,
para ir a ver al Obispo o atender alguna urgencia, aunque en un día como aquel… Sumida en sus
propias cavilaciones abrió con su propia llave y entró en la casa.
--Padre, ¿está usted ahí? –demandó. Nadie respondió a su requerimiento.
Convencida de que el cura había salido se dirigió al cuarto de la
limpieza, se quitó el abrigo, se puso una bata, cogió la escoba, el
recogedor y un cubo y se puso a limpiar la
planta baja de la casa, la que más se ensuciaba por las visitas. Fue entonces
cuando reparó en que en el vestíbulo de la entrada había manchas de agua.
Intrigada miró a su alrededor y comprobó que las escaleras que conectaban con
las estancias superiores también estaban mojadas. “¡Qué raro! –pensó- ¿habrá
salido esta noche y se ha quedado dormido?” Sin tenerlas todas consigo subió a
la primera planta de la casa. Había un reguero de agua por todo el suelo hasta
su dormitorio. “Seguro que ha tenido que salir a medianoche y el pobre se ha
quedado frito”, pensó. Abrió los postigos de las ventanas del salón de la casa
haciendo ruido ex profeso por ver si así
despertaba; al no obtener respuesta entró en la alcoba. No se había
equivocado, don Propósito aún dormía en su cama tapado hasta la cabeza. No supo
qué hacer, si despertarlo o dejarlo dormir. De todas formas le extrañó, nunca
le había ocurrido tal cosa. Se acercó a
la cama y lo llamó.
--Padre, que son las nueve y media, se le han pegado las sábanas,
levántese.
Pero el padre no respondió, ni se movió, ni dio señales de vida.
--“Pues sí que se lo ha tomado en serio –pensó para sí-. ¿Y si le ha
pasado algo?”
Alarmada ante tal posibilidad se acercó hasta el borde de la cama con
mucha prevención y le tocó con un leve zarandeo. Al comprobar que no se movía
le destapó la cabeza.
-Padre, padre, que es muy tarde, arriba que tengo que… ¡¡SANTO DIOS!!
Se apartó de la cama horrorizada, como si hubiera visto al mismísimo
Demonio y salió del cuarto haciéndose
cruces sin dejar de repetir --“¡Ay Dios mío, ay Dios mío…!”- precipitándose
escaleras abajo gritando desaforadamente y temblando toda ella como una fuente
de gelatina. Fue un verdadero milagro que no cayera rodando por ellas. Salió a
la calle sin dejar de gritar como una
posesa: --“¡ay Dios míííííío que ha venido
que ha venido y se ha llevado al cura se lo ha llevado se lo ha
llevado!”- ¡Hay Señor qué desgracia más grande
qué va a ser de míííí!”- sin cesar de santiguarse, con el signo del espanto en
su rostro, con la imagen del preste en
su retina, ojos abiertos y mirada de
terror.
Sin dejar de proferir lamentos,
agitando los brazos y llevándose las manos a la cabeza, encaminó sus
pasos hacia la plaza. Ni un alma en la calle. La lluvia la empapó al instante pero
ella ni lo advirtió. --“¡no quiero, no
quiero irme!”-, pregonaba sin cesar de correr como si la dama de negro la persiguiera. Iba ciega, sin ver nada, con la
mirada extraviada, dando bandazos y traspiés sin dejar de llorar y repitiendo
--“¡ha venido, ha venido a por mí, no quiero, no quiero!”-.
Alguien, desde una ventana, preguntó gritando: --“¿Qué pasa, Presen,
quién dices que ha venido?-, y ella --“¡que ha venido, que está aquí, que ha
venido a por mí!”-, sin dejar de correr sin rumbo fijo. Alguien se acercó a
ella en su desvarío. --“¿¡Pero qué es lo que dices, Presen!? Cálmate, mujer
¿qué es lo que te pasa?” --“¡Que ha llegado ya, ha llegado!”- No cesaba de
repetir ella sin prestar atención al vecino que trataba de calmarla. --“¡¿Te
quieres tranquilizar, Presen?! ¿Qué es lo que ha llegado?”
Mientras el vecino trataba de serenarla y averiguar qué le pasaba poco a
poco fueron acercándose más vecinos y vecinas atraídos por sus gritos
desaforados, preguntándose a qué venía que Presen gritara de aquella manera tan
espantosa, no parecía sino que fuera a acabarse el mundo con la que estaba cayendo.
Consiguieron guarecerse bajo los soportales del Ayuntamiento empapados
vivos y sentaron a Presen en uno de los bancos, pero esta no dejaba de gritar
--“¡ha venido a por mí, ha venido y se ha llevado al cura, se lo ha llevado,
que yo lo he visto, he visto su rastro por toda la casa, hay señor que
desgracia más grande, y ahora vendrá a por mí!”-, sin dejar de llorar y
suspirar. Hasta que un vecino, por nombre José, que no soportaba más la incertidumbre de la
cantinela de Presentación, la cogió por
los hombros, la zarandeó con fuerza hasta atraer su atención y le gritó:
--“¿¡nos quieres decir qué coños estás diciendo, Presen!? ¿No será una de las
tuyas?”
Presentación miró a quien la zarandeaba de aquella manera y enmudeció,
como si fuera la primera vez que lo veía. --“¿Qué es eso que ha venido? ¿Te
quieres explicar, leches?”- Preguntó de
nuevo el hombre con apremio. --“¡Se lo
ha llevado José se lo ha llevado, ha
entrado a su dormitorio y se lo ha llevado, yo lo he visto, en su cama,
está aquí, ay señor que desgracia y me ha tocado a mí verla, por qué a
mí señor, viene a por mí, viene a por mí!” –seguía lamentándose la hija de la
tía Milagros sin dejar de llorar, temblando como un flan. ((Continuará)
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