sábado, 9 de noviembre de 2013

UNA VOCACIÓN FRUSTRADA (II)






Yo aprendí solfeo “deletreando” las notas, es decir, sin entonar su canto. Una aberración que me impidió disfrutar de los frutos de la primicia, de educar mi oído y mi voz y de conocer la melodía de un tema de sólo un vistazo,  de imaginar canciones y componerlas. Mató mi vocación, pues aprendí a leer música sin saber lo que leía, sin conocer los componentes fundamentales que la caracteriza: la melodía y el ritmo, antes bien, como una forma más de aprender para ganarse la vida, marginando su aspecto fundamental. Solfear así una partitura es como leer una novela sin saber el tema que desarrolla, peor aún, como si te enseñaran a leer deletreando las palabras, jamás podrás percatarte de su belleza, penetrar en los detalles de su temática, por tanto,  sin posibilidad de  disfrutar de ella en plenitud, pues será imposible relacionar el tema con la forma y descubrir su sentido y significado real. Una pena.
   Para mí, pues, la música no era más que un conjunto de reglas de medida y tiempo que permitían “tocar”  una pieza musical que unas veces me gustaba más y otras menos. Nunca supe, por ejemplo, porqué el compás propio de un pasodoble es el de compasillo  el del vals  el tres por cuatro, y el de una marcha militar un compás binario, sólo aprendí muy bien cuántas corcheas, semicorcheas, fusas o semifusas entran en cada tiempo de un compás, qué era una síncopa, un puntillo, un silencio, y un calderón. Pero nadie me habló de estribillos, ni codas, ni por qué se repetían determinados pasajes de una pieza,  qué era el ritmo…
   El resultado de semejante desaguisado musical fue el escaso aprecio e interés que despertó en mí la música, pues no se me enseñó como lo que es, un arte y al mismo tiempo una ciencia, sino como un trabajo más, es más, un trabajo que te permitía  salir del pueblo a tocar a otros en sus fiestas patronales, hecho éste que constituía, por si mismo, el leit motiv de mi vocación.
   ¿Cómo, pues, iba yo a entender  que hubiera gente a la que le gustara una música que se llamaba “clásica”, una música para mí sin pies ni cabeza, sin melodía apreciable y más aburrida que una noche en el Polo? Tuvieron que pasar años para que yo empezara a disfrutar de ciertos temas que, pese a incluirse dentro de lo que entre los iniciados era conocida como “música culta”, concepto absolutamente impenetrable para mí, se empezaron a popularizar. Estoy hablando de “El Lago de los cisnes”, de Tchaikovsky, cuya Obertura 1812, Opus 49 estoy escuchando ahora mismo mientras mi mujer duerme, pieza cuya estructura me recuerda a la obra citada: lento-andante-allegro, al fin y al cabo el tema de la guerra, explícito en la obertura y disfrazado en el ballet –la lucha por conseguir la mujer amada no deja de ser una guerra.
   Otros temas que me atrajeron al ser popularizados fue “La copla del toreador” de la ópera Carmen, de Bizet, que mucho más tarde supe que había sido interpretada, entre otras muchas, por la mismísima Maria Callas,  o “El Coro de esclavos”, del Nabuco  de Verdi, que logró impresionarme de tal manera que lo escuchaba a todas horas.
   Algo parecido me ocurrió cuando oí por primera vez “El romance anónimo”, no recuerdo de mano de qué intérprete, probablemente de Andrés Segovia, guitarrista que por aquellos años, me refiero a los sesenta, estaba en boca de todos como el mejor guitarrista español de guitarra clásica.  Daba conciertos en todo el mundo y era aclamado como un virtuoso de la guitarra clásica, que él mismo creó. Curiosamente he sabido que, en 2003, la revista norteamericana Rolling Stone publicó un número especial dedicado a los 100 mejores guitarristas de todos los tiempos y el nombre de Andrés Segovia no aparece en ella. Llevan razón quienes sostienen que los yanquis son unos incultos.
   El instrumento con el que yo “interpreté” mi primera pieza musical fue la flauta, instrumento que me fue asignado como “el más apropiado para mí”, como colofón a mis estudios de solfeo adulterado: Hilarión Eslava en clave de sol.
  A mí la flauta no me gustaba ni nadie se preocupó por que me gustase. Nadie me dijo una palabra sobre las características del instrumento, nada sobre su origen, su historia, su función, sus particularidades…, nada. Así que, a falta de mayor información, la flauta era para mí un instrumento inútil. Al mantenimiento de tamaña opinión  contribuyo también el hecho de que no le sonaba el Re de la primera octava, sólo cuando la mojaba con agua lo hacía, pero en cuanto el agua se evaporaba, volvía a enmudecer. A mí me causaba una tremenda frustración aquello, pues cuando ensayaba no podía “redondear” mi lección. Además, me causaba una sensación de inseguridad tremenda. Ni el maestro ni nadie pudo subsanar el defecto, así que cuando la pieza musical contenía algún pasaje en el que sólo intervenían los clarinetes y la flauta, yo temblaba ante la idea de que algún pasaje me hiciera bajar hasta el Re. Por todo eso y porque la flauta no se oía en el contexto de la banda su inutilidad era un hecho indiscutible, opinión que compartían todos mis compañeros, aunque lo de “compañeros” lo digo con ciertas reservas. Al respecto vale la pena contar una anécdota sobre el asunto. Estábamos ensayando una pieza, creo que era el pasodoble Dos Castillas,  y el saxofón alto incurrió en tres errores de medida seguidos, por lo que el maestro se vio obligado a interrumpir el ensayo otras tantas para corregirlo. Mosqueado por las recriminaciones del director le dijo con todo descaro que “a él le llamaba la atención porque el saxo podía oírlo, pero nunca le había visto llamar la atención al flauta, porque como no se oye nadie sabe si se equivoca o no”. La indocumentada observación del saxofonista fue seguida de un silencio general por parte de toda la banda, sin duda esperando la respuesta del maestro. Al fin, éste dijo: “¿Cómo que no? Comienza a tocar desde el principio” –me solicitó. Fue un momento mágico para mí que nunca más se repetiría, toda la banda estuvo pendiente de mí. Comencé a tocar y el sonido de la flauta invadió la estancia con su sonido dulce y suave en medio de un silencio que podía cortarse. “¿Se oye o no se oye? –preguntó el profesor al saxo cuando acabé de tocar. “¡Hombre, claro, se oye porque toca él solo!” Y todos soltaron una carcajada que a mí me azoró hasta enrojecer. Hasta el profesor esbozó lo que sin duda quería ser una sonrisa, y sólo dijo: “Cada instrumento tiene su propio quehacer”. Y así se zanjó el asunto, pero para mí quedó claro que la flauta si no era como solista…, en fin.

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