De pequeño
me decían que la mujer tenía tanto de ángel como de diablo, y que a veces
se comportaba como la veleta de la torre de la iglesia, la única que había en el pueblo.
También oí que las mujeres son la perdición
de los hombres. En fin, ¡escuché tantas cosas y tan contradictorias que, unas
veces por temor a herirlas, otras por temor a que me hirieran ellas a mí, no me
atrevía ni a hablarles!
Poco a poco la experiencia de la vida me ha
mostrado que la mujer luce con luz propia, con un brillo innato que regala al
hombre que se lo merece, pero este, ciego a otros brillos que no sean el suyo,
lo ignora por no reconocerlo.
Mas no se para ahí. Muchos, más de la cuenta
porque aunque solo haya uno a mí me parecen muchos, no lo soportan y no
descansan pensando en que su brillo apaga el suyo. Hasta que un día, incapaces de
soportarlo, su silencio de espadas se
destapa en acometida mortal y ejecutan su propia suerte. Luego comprenderán que
el brillo que apagaron era su propio brillo, luego, cuando ya no hay remedio y
se dan cuenta de que no pueden vivir sin él.
A veces me pregunto por qué de niño nunca me
dijeron, como me decían de la mujer, que el hombre sin la mujer no es nada y
que, sin embargo, la mujer brilla por sí misma y solo le pide al hombre una
cosa: que sepa amarla.
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