Siempre
he sentido por la música una mezcla de respeto y fascinación. Sin embargo no
supe valorarla todo lo que requiere y
merece porque no me enseñaron a hacerlo. Valoré a los músicos más que a la
propia música. Yo sentía por Beethoven una admiración sin matices, el primer
genio del que tuve noticia en mis primeros años escolares y cuyo busto,
impresionante, presidía el salón de la casa del que fuera el director de la Banda de Música Municipal de
mi pueblo. Lo que me impresionó de él fue su voluminosa cabellera, lo cual que
a mí me pareció extravagante. Mi maestro nos hablaba de él con verdadera
admiración, como si fuera el músico más grande de la historia, admiración que
yo traducía en un imponente respeto. Su Quinta Sinfonía y el Para Elisa fueron mis primeros contactos
con la música clásica y, sin entenderla, me atrajo el empaque y majestuosidad
de la sinfonía y la delicadeza melódica del ejercicio, se me quedó grabada en
la memoria de forma indeleble. Lástima que mi maestro sólo nos hablara del
genial músico alemán, lástima que no nos hablara también de Mozart, al que
descubrí mucho más tarde por casualidad, o de Bach, cuya Tocata y Fuga trastocó
desde entonces mi universo musical, o de nuestro Manuel de Falla, que con su Amor Brujo despertó en mí la fascinación
por lo que se oculta tras una forma musical, ¡forma!, de la que nunca nadie me
habló. Lástima, sí, porque tal vez mi
fascinación por la música se hubiera convertido en vocación. Pero ni siquiera se molestó en definirnos el concepto.
La música era… música. Nunca nos dijo, por ejemplo, que la música es un arte que combina la melodía, la armonía y el ritmo de
tal forma que crea mundos nuevos, provoca sensaciones únicas y hace soñar. Ni
él ni nadie. Fácil es colegir el escaso valor que se le daba y la poca atención
que se le prestaba. Una auténtica pena.
Digo una pena porque mi contacto con la música fue temprana. Un buen
día un hombre llegó a la escuela y nuestro maestro lo presentó como “el nuevo
maestro de música”. En efecto, había llegado contratado por el
Ayuntamiento para formar una banda de
música municipal y buscaba talentos
entre los escolares. Nos hizo unas pruebas, nos explicó lo que era una escala
musical, cómo se distribuían las notas en el pentagrama y eligió a aquellos que enseguida supimos situar
las notas correctas en las líneas y en
los espacios. Mi, Sol, Si, Re, Fa; y Fa, La, Do, Mi respectivamente. Cinco
líneas y cuatro espacios, un universo para soñar.
A partir de aquel día todas las tardes,
después de salir del colegio íbamos a los bajos del ayuntamiento a aprender
solfeo. El método con el que aprendí fue
el de Hilarión Eslava. Nunca pasé del primer método, pues cuando me inicié en
los secretos de la clave de Fa el Ayuntamiento, pobre en recursos, decidió
prescindir de la banda de música por constituir una carga insostenible para el
municipio. La culpa fue de la emigración, que dejó el pueblo vacío y sin
recursos y a mí compuesto y con mi incipiente vocación frustrada.
No deja de ser curioso que, años más tarde, la
primera novia que tuve viviera en el número
cincuenta de la calle Hilarión Eslava de Madrid. Debí interpretar esa
coincidencia como un guiño del destino que me indicaba que lo mío era la música.
Pero tuve la mala suerte de que mi encuentro con ella fue tan pobre que la
impresión que se me quedó fue que la música era un simple divertimento sin
futuro que sólo valía para sacarse unas pesetillas de vez en cuando tocando aquí y allá.
Fue una lástima, ya digo, que mi contacto con
el pentagrama y sus etéreas inquilinas a edad tan temprana –yo tendrían
entonces diez u once años- estuviera desprovista de todos los elementos que por
sí mismos hacen atractivo y deseable un objeto para un niño. Fue en verdad un
encuentro “pobre”. Ni siquiera “el maestro música”, como se aludía en el pueblo al director de la banda,
supo inculcarnos el amor por ella. Llegó al lugar con la misión de formar una
banda municipal en un año y se entregó a su cometido prescindiendo de protocolos
y detalles “superfluos” que pudieran poner en peligro su objetivo primordial. Esta
fue la razón, junto con la escasez de medios y recursos, que nos privó de conocer la historia de la música,
a los grandes músicos y a sus creaciones y aprender en profundidad los secretos
del solfeo. ¡Lo que me hubiese gustado a mí en aquella época saber que había grandes músicos españoles! Pero esperar del
maestro que nos hablara de ellos habría sido pedir la luna. Impensable, por
ejemplo, que nos hubiera hablado del valenciano Vicente Martín y Soler, que con su ópera “Una cosa rara” llegó a
eclipsar a Mozart en su tiempo, o al abulense Tomás Luís de Victoria, considerado el mejor compositor español de
todos los tiempos. Ni siquiera nos habló de Albéniz o Granados. Tampoco
de Falla. Un desastre.
Pero así eran las cosas entonces. Se imponía
lo práctico, el pueblo tenía que tener una banda de música en un año, sonara
bien o mal. Lo demás no importaba. Así que nuestro «maestro música» nos enseñó
lo básico para tocar un instrumento y dejó lo demás en la penumbra, con lo que
nos privó de manera inmisericorde de toda magia de la música y su misterio, de
su inabarcable universo, de sus secretos, de su belleza en definitiva.
Continuará...?
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