¿Cuánto tiempo había pasado? Mucho, más
del que estaba dispuesta a recordar.
El día amaneció con una niebla fría y espesa
que acentuaba la nostalgia de mis recuerdos. Me levanto con el valor embargado. Ella intuía mis dudas
mejor que yo las suyas. No obstante, si algo iluminaba su alma y la mía era el
sol de nuestra complicidad, un juego implícito, a la vez inquietante y sereno,
que dejaba su huella bajo la piel trémula de nuestros cuerpos desnudos, que se entregaban,
reprimidos y cautelosos, a la llamada de
nuestro deseo.
Descorro las cortinas de la habitación que
dejan entrar una luz vencida que acuchilla mis cavilaciones. Consigue
distraerme, pero a la vez alimenta mi propósito de ir a verla. Sí, quizás hoy
lo haga. Hace años que no dejo de
pensarlo. Me aliaré con el luto del día
para hacerlo.
Me dirijo a la cocina con ella en mi
pensamiento. Enciendo el gas y pongo una cafetera a calentar. La rutina de
todos los días que me permite maniobrar mientras le doy vueltas a mi idea. En pijama y bata, unas zapatillas negras y legañas aún en
los ojos, me preparo el desayuno. No
dejo de imaginar el momento del encuentro. Y mientras lo hago se me eriza la
piel, como entonces, cuando lo prohibido
era la identidad del tiempo.
Entretanto, la mortecina luz que ilumina la
estancia desafía mis recuerdos. Pero mi
empeño persiste, he de ir a verla. Sé de su orgullo y de ese empeño suyo en
evadirse de la cruda realidad, que se empeña en desafiar la suya. Ella tenía
que saberlo aunque prefiriera estar atada al vacío de su existencia. El paso
del tiempo, su cama vacía, sus recuerdos fríos, sus noches eternas… Luego, el
amanecer diario que la devolvía a su desdén de mujer herida, pero su almohada
delataba en sus ribetes el rocío de su vigilia.
Aunque ella sabe que la verdad no es más que
un juguete frágil en las manos de un niño.
Antaño, en su plenitud juvenil, se había
acostumbrado a vivir sujeta a sus miedos y contradicciones, que nunca imaginó
permanentes, cuando se acercaba a la frontera del pecado. Luego, en mis brazos,
mis besos fustigaban sus temores y se entregaba a mi lujuria con el frenesí de
un dulce castigo. Pero hoy es la muralla que debo franquear. He de arrodillarme ante ella y pedirle perdón y
mirarme en el horizonte de sus ojos, antes ilusionados, hoy vacíos de
estrellas. ¿Cómo será hoy su figura? ¿Tal vez una tapia de piedras coronada de
yedra? ¿Un rencor acumulado de nieve eterna? Qué importa lo que el tiempo haya
hecho de ella, ambas fuimos prisioneras de una soledad sin límites sin darnos
cuenta, y del pesado legado de la ausencia.
Definitivamente demuelo los últimos
parapetos de mis miedos y voy hacia ella. Hacia esa mujer que, en mi juventud y
la suya, me amó sin saber cómo hacerlo sin miedo, y que hoy, con el tiempo sin
tiempo, busca atravesar los empañados cristales de las ventanas de su casa para
que el tibio sol del amanecer riegue las mañanas de su senectud.
Sin embargo, algo atenazaba nuestro deseo
de encontrarnos. Ni ella daba su paso ni yo el mío, presentíamos el miedo. El
miedo a mentirnos. Y decidimos ¿vivir?, bajo la zozobra de la duda. Y el paso
del tiempo, termita infatigable, fue carcomiendo nuestros cuerpos hasta arruinarlos.
No sé a lo que me enfrentaré cuando me abra su
puerta. No sé lo que diré cuando detrás de ella aparezca su figura encorvada.
Tal vez lloremos y nos abracemos en silencio, sin decir nada. Vivimos aferradas a un amargo pasado en lugar
de salvarnos, porque fuimos pasión viva y amor contenido, y silencio, y cada
una, en su terreno, construyó su propio castillo de desconfianza y miedo. Y a eso lo llamamos destino.
Ahora espero delante de su casa. El goce de
entonces es hoy un frío intenso que refleja, en la escarcha de la mañana, el
tormento de mi alma.
En tanto que ella, sin saber quien llama,
solo acudirá a la puerta intrigada, ignorando a quién encontrará cuando abra…
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