Si algo distingue al hombre del animal es su obsesión por cambiar la realidad. Algunos han llevado su empeño tan lejos que en lugar de cambiar
la realidad la han pervertido. En lugar de hacerlo desde el amor lo han hecho desde el odio. Han ignorado, o simplemente despreciado, el hecho de que al hombre no se le cambia
desde la imposición o el odio, sino desde el amor. Desde esta evidencia puede afirmarse que la realidad no la
cambian las revoluciones, la cambia el tiempo. Quienes no han tenido en cuenta esta regla tan sencilla y lo han intentado se
han convertido en genocidas, aquellos que, guiados por una plausible idea de
justicia, han cometido las mayores
injusticias sin pestañear por creer erróneamente que el fin justifica los
medios. Es como si no nos aceptáramos como somos y soñáramos con convertir en
realidad el sueño de ser de otra manera bajo unas determinadas condiciones
socioeconómicas y culturales, e ignoramos que a lo máximo a que podemos aspirar
es a crear un sistema de convivencia razonable bajo el imperio de la ley, y no
hay más, pues todos los sistemas que han intentado superar esta sencilla
fórmula bajo el argumento de que es inmoral han fracasado estrepitosamente. Han hecho de la inmoralidad su fundamento
para mantenerse, pues no hay mayor
inmoralidad que bajo la invocación del
concepto de justicia se arrebate la libertad y la dignidad al hombre. Y también
la vida.
En este aspecto somos
deshonestos y falaces por creer que podemos cambiar la realidad sin cambiarnos
a nosotros mismos, por creer que una idea puede más que un beso, por creer que
nuestras ideas y nuestra moral son superiores a las demás y que, por eso, imponerlas está justificado. Detrás de todas
esas posturas lo que hay es egoísmo, soberbia, odio, menosprecio y ambición de poder. La postura inteligente y honesta que puede
cambiar la realidad es aceptarnos como
somos, asumirlo con todas sus consecuencias y, desde la verdad de nuestra
condición, esforzarnos por superarla sin tomar atajos. No es honesto tirar la piedra y esconder la mano, no es honesto
adoptar estrategias para ocultar lo que somos, no es honesto recurrir a posturas indignas para conseguir sin esfuerzo lo que requiere
esforzarse. Es lo que hace el estudiante que en lugar de estudiar y sacrificarse por
superarse emplea sus energías en tratar
de aprobar el examen de forma fraudulenta, o el político, que te dice que está trabajando por
ti y en realidad lo hace por sus propios intereses, o el idealista que cree que
el hombre puede crear un paraíso en la tierra sin tener en cuenta su codicia y
su tendencia a lavarse las manos ante cualquier situación comprometida para él.
Somos tan
vulgares que despreciamos a los demás por no despreciarnos a nosotros mismos,
soslayamos la verdad porque te crea enemistades y te margina. Es
más rentable abrazar una mentira que te permita
medrar y sentirte arropado por quien cree en la misma mentira, pues al
final, a base de repetirla se convertirá en verdad, y se unirán todos
los que vean en ella una oportunidad para ocultar sus complejos y alimentar su perdido orgullo. Son
gentes que nunca son conscientes del daño que hacen, es más, están seguros, respaldados por su mentira, de
que actúan correctamente y que el perjuicio que pudieran causar es menor que el que tú les causas a ellos oponiéndote a su locura, así que
encima debes de estarles
agradecido. Hasta pasan por ser justos y buenas personas cuando son más
dañinos que el granizo, gentes que jamás
han hecho nada por mejorar el mundo, pues solo les importa el suyo.
Reprocharles su actitud ante la vida es
perder el tiempo, están muy pagados de sí mismos y se revolverán contra ti. No les importa lo que les digas porque están convencidos de que sus ideas son superiores a la tuyas, que su causa está por encima del bien y del mal simplemente porque es suya.
Las únicas revoluciones que han cambiado el mundo a lo largo del tiempo han sido la del Neolítico y la liberal. Las demás han sido patéticos intentos de romper la barrera de la condición humana que, como es sabido, se basa en la cultura de la imposición.
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