La pintura empezó a interesarme cuando
contemplé el cuadro de “las Meninas”. Me
pareció que yo mismo podía meterme en el cuadro y hablar con Velázquez. Hasta
ese día ninguna otra obra pictórica había conseguido abrirme la boca de asombro.
Fue años después cuando volví a experimentar
algo parecido. Fue con “El beso”, de Gustav Klimt. Al verlo se me representó
como un conjunto multicolor con forma, ¡vaya por Dios!, de falo. Cada artista
tiene sus propias obsesiones. Me extrañó el color dorado de la obra, nunca
antes visto en un lienzo por mí. Algo debía de significar. El motivo central lo formaban un hombre y una
mujer fundidos en un abrazo, él dándole un beso a ella en la mejilla. El rostro del hombre, de semi perfil, lo pasé
por alto, pero el de ella me llamó poderosamente la atención. Toda mujer bella
me la llama. Pero en este caso no era solo su belleza, subyugante,
era su expresión de serena placidez y la extraña expresión de resignada
complacencia, como si estuviera dormida más que extasiada. Y la posición de la
cabeza, inclinada hacia atrás y el
rostro vuelto hacia la izquierda. Me pareció que soñaba, que se entregaba al beso con el pensamiento puesto en otro sitio.
Luego
reparé en que ella está de rodillas, detallé
que me conmovió, entregada al goce del momento, o eso me pareció en una primera
impresión, porque algunos detalles me hicieron dudar de que realmente lo estuviera. Su brazo derecho rodea el cuello de él, pero sin convicción. Lo delata su mano, cuyos dedos
están encogidos, mientras que su brazo izquierdo se dobla para posar su mano
sobre la mano derecha de él. El contraste de las manos de ella, bellas, blancas
y delicadas, con las de él, grandes, morenas y huesudas, ejemplificaron para mí
el contraste entre la rudeza y la
delicadeza. Eso fue lo que pensé. La mano
izquierda de él rodea el cuello de ella sujetándola y atrayéndola hacia sí; la
derecha se posa sobre su hombro izquierdo.
Luego me fijé en sus vestimentas. Él va
cubierto de una túnica dorada con dibujos geométricos rectangulares, mientras
que la de ella la adornan círculos
concéntricos, y su vestido, ceñido a su cuerpo, estaba salpicado de grupos diseminados de pequeños discos de
colores. Alusión, sin duda, a la masculinidad de él y a la feminidad de ella.
Otra
cosa que me extrañó fue el lugar elegido por el artista como escenario del encuentro: el extremo de un
jardín salpicado de florecillas multicolores, como si de una alfombra se
tratara, que se asoma a un abismo a cuyo
borde cuelgan los pies de ella. La impresión que me dio es que corrían el
riesgo de precipitarse en él en cualquier momento, víctimas de su desenfreno.
Todo en el lienzo destilaba un halo de misterio, empezando por el propio
beso, que no es en la boca como cabía esperar. ¿Por qué en la mejilla? –me
pregunté. Los colores dorados me
remitieron a una simbología religiosa. Su disposición, la entrega de ambos a la magia del momento, el
lugar, el colorido, todo me invitaba a pensar que estaba
ante una escena en la que el amor y la
religión se fundían, como si fueran la misma cosa; o que para el autor amor y religión son lo
mismo.
Fue lo que hizo que mi imaginación volara y me representara a Adán y Eva en el Paraíso, y
que el abismo que se abría a sus pies es
donde ellos acabarían cayendo por desobedecer a Dios. Y lo sabían. Aun así ambos
se entregaban a ese instante de goce supremo que solo el amor puede sublimar.
Reflexión que me llevó a considerar que
Eva no desobedeció a Dios por curiosidad o afán de poder, sino por amor a Adán,
pues solo con él sería posible afrontar la vida fuera del Paraíso, solo la fuerza del amor podría salvarlos y conseguir que volvieran a él.
Volví al rostro de ella, un imán para mí, a su
expresión de excelsa serenidad no exenta de inquietud, y vi en él la propia de quien se entrega a un
sentimiento detrás de cual está la vida, pero también la muerte.
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