Allí estaban todos, como cada año, distendidos, alegres, confiados y dicharacheros.
Ángel, ingeniero agrícola, militante de Podemos, radicalizado desde que la policía diera una paliza a su hijo en una manifestación. Baldo, abogado matrimonialista, estalinista convencido desde que un sargento chusquero lo metió un mes en el calabozo por irse de putas con unos compañeros dejando abandonando el servicio de su unidad. Pedro, el más reservado de todos, solo hablaba si se le preguntaba algo, notario, pequeño y sibilino, cargado de espaldas, con su sempiterno traje oscuro, chaleco y corbata, maoista fanático desde que se enamoró de una compañera de universidad, admiradora de Mao. Poca salud y parco en palabras. Julio, un marxista recalcitrante que sostenía que nadie que no sea marxista puede ser buena persona, pero solo lo decía cuando tenía dos copas de más. Se hizo marxista porque su padre lo obligaba a confesarse y comulgar todos los domingos, hasta que cansado de decirle al cura los mismos pecados y hacer la misma penitencia lo mandó a la mierda en el mismo confesionario. Le costó una somanta y un mes sin salir a la calle. Se sacó la licenciatura en Derecho después de diez años estudiando, o haciendo como que estudiaba. Juan “el Colorao”, empresario. Lo apodamos así porque tenía la cara del color de los boniatos. Cuando se produjeron los atentados del 11-M realizaba el servicio militar como alférez de complemento en el Cuartel General del Ejército, se presentó ante su capitán y le pidió permiso para que le diera el mando de un pelotón, personarse en el barrio de Lavapiés y detener a todos los marroquíes que encontraran, juzgarlos por lo militar y fusilarlos al amanecer. Era un admirador de Aznar, del que decía que había sido el mejor Presidente del Gobierno de España de todos los tiempos. Dani, profesor de secundaria, de Candeleda, población de la que su padre había sido alcalde durante la dictadura de Franco. Fue anarquista en su juventud, admirador de Bakunin, íntimo amigo de Julio y compañero de correrías. Un día se colaron en una boda gitana en un pueblo de Toledo, al padre del novio les cayó en gracia y los invitó a que se sentaran con ellos, pero Julio, que cuando tenía una copa de más no conocía ni al Papa, se empeñó en bailar con la novia, se dirigió a ella para pedirle que bailara con él y le cantó esta especie de epitalamio: “Tienen los gitanos / en el pelo caracoles / y le hacen a las gitanas / gitanillos que son primores”. Tuvieron que salir de allí por piernas y atravesar el río Tajo nadando para que nos los pillaran. Abjuró de su fe anarquista cuando la ETA mató a un familiar suyo: y se hizo falangista. También acudió Torres, interventor delegado del Ministerio de Agricultura, votante del PP, a quien Ángel no dejaba de mandarle propaganda de Podemos para que se afiliara, y él, en venganza, le correspondía enviándole fotos de mujeres desnudas. Sin embargo no había ido José Luís, Secretario Judicial, también marxista-leninista, que cuando hablaba no había forma de entenderlo, pues tenía una voz que sonaba a hueco. Sigue esperando que Cuba cambie de régimen para personarse en la isla a reclamar los bienes inmuebles de sus antepasados, todos requisados por Fidel cuando la revolución.
Y en fin, estaba yo, Inspector de Policía, sin una ideología definida, amigo íntimo de Julio y Dani, con los que tenía que lidiar a fin de que no chocaran, como el día en que Dani le recordó la odisea con los gitanos de la boda, reprochándole que por su culpa estuvieron a punto de ser linchados, perdió su abrigo, y si no hubiera sido por él se hubiera ahogado en el Tajo. Estuvo sin hablarle dos meses.
Allí estábamos todos, riendo, celebrando que seguíamos vivos, recordando viejos tiempos, contando anécdotas de juventud, interesándonos unos por otros, sin mencionar la política, priorizando lo que nos unía -una amistad cimentada en nuestra juventud-, sobre lo que nos separaba: la advenediza ideología.
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