Buenos días. Hoy es domingo,
¿verdad? Lo cual quiere decir que ha pasado una semana y, si uno lo piensa, el tiempo, que pasa por ser nuestro más
acendrado enemigo, que nos roba a diario
sin que apenas nos demos cuenta y sin que podamos evitarlo, es algo contra lo que
no se puede luchar. ¿O tal vez sí? Si es posible luchar contra el tiempo no
sería cuestión baladí preguntarse cómo
hacerlo, cómo defendernos de él, cómo “impedir” que nos expolie a su paso.
El tiempo
es una cuestión que se han planteado, desde puntos de vista diferentes, filósofos, religiosos, científicos, toda clase de pensadores y hombres de la calle como yo, y como es
natural cada cual se dado una respuesta diferente.
En filosofía, el primero en abordar con
profundidad tan espinosa cuestión fue
Aristóteles, que lo relacionó con el movimiento, es decir, con lo que
transcurre entre “antes” y “después”, o dicho de otro modo, con lo que pasa ahora que se convierte en
antes cuando ya ha pasado. Por tanto, si seguimos a Aristóteles, si no hubiera
movimiento no habría tiempo, lo cual nos permite, entre otras cosas, medirlo, o
sea, el tiempo que transcurre entre el principio de un suceso y su final.
En religión tenemos que referirnos en San
Agustín, cuya concepción del tiempo nada tiene que ver con la de Aristóteles,
pues lo desliga del movimiento y lo concibe como algo estrechamente ligado al
alma. Así, para él el tiempo es algo que “físicamente” no existe, pues se
concreta en un “ahora” que, al no poderse detener, no existe, ya es pasado, que
tampoco existe puesto que ya pasó, pero tampoco el futuro, que es lo por venir,
o lo que es lo mismo, lo que esperamos. Por
tanto si el pasado es lo que recordamos, el presente es lo que vivimos y el
futuro es lo que esperamos, el tiempo es memoria, es experiencia y es
esperanza.
En ciencia hay que referirse a Newton, que
conceptúa el tiempo como algo absoluto, independiente por tanto del movimiento,
algo que va fluyendo sin relación con nada externo a él y mientras fluye se
desarrollan todos los acontecimientos y los cambios. Lo cual no es cierto, como sabemos por Einstein
y su famosa teoría de la relatividad, según la cual el tiempo se va “encogiendo”
a medida que el movimiento se acerca a la velocidad de la luz hasta rebasarlo y
entrar en el futuro.
El tiempo, pues, ha suscitado y suscita
interés en todos los ámbitos, y en todos ellos se ha tratado de darle una explicación racional.
Pero para mí, la noción del tiempo que más se acerca a nuestra naturaleza
humana es la de Kant, que lo concibe como una experiencia personal propia, como
algo que experimentamos nosotros mismos en relación con nosotros mismo, no con
el exterior. Es decir, en relación con
nuestra vida.
Recuerdo que, en una ocasión, hablando con
una amiga a la que saludé después de un año sin verla, le comenté lo rápido que pasa el tiempo. Y era
verdad, el año había pasado para mí en un “plis plas”, esa era mi impresión. Muy seria, me respondió: “Entonces es que has
sido feliz”, con un tono de melancolía que me dio que pensar. Esta es la clave para impedir que el tiempo
nos robe. Si nuestra vida es un mero existir,
un monótono discurrir de los días sin objetivos claros, sin amar y sin que te
amen y sin esperar nada, el tiempo se te hace eterno porque tu vida se va con
él sin haberla vivido. En cambio si uno se atreve a vivir, el tiempo vuela, no
sientes su paso. Pasa igualmente, pero lo que importa es cómo tú lo sientas. Me quedo, por tanto, con Kant, pues hizo
posible lo que siempre se ha dicho de la filosofía: que ayuda a vivir.
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