miércoles, 11 de junio de 2014

EL LABERINTO DE LA MENTE HUMANA








I


     Él venía bajando y ella iba subiendo, aunque pudo ser al revés –este tipo de detalles nunca afectan a una historia-. Lo que importa es que se fueron mirando desde que se vieron  y él, en un impulso irrefrenable, se acercó  y le cogió una de las pesadas bolsas de la compra que ella iba portando fatigosamente calle arriba. Su gesto obtuvo el premio de  su sonrisa y la promesa de una cita. Se casaron y tuvieron dos hijos. 


   Su amor empezó oler a muerto el día que él espetó: “Maldita bruja”, porque ella se había entretenido con sus amigas y no le había hecho la cena. Y el hedor comenzó a ser insoportable cuando una noche,  mientras veían la película de “Hombres de negro” en la tele, ella le soltó: “A veces te huele la boca como si hubieses estado comiendo mierda”. Fue considerada con él, le dijo que solo era “a veces” cuando en realidad era siempre. 


   El amor, a medida que va muriendo, va dejando un tufo, al principio indetectable, de pestilente fetidez  que adopta diversas formas,  hasta que su insoportable efluvio va transformando a un osito de peluche en una mofeta.




II


  Al principio solo fue una simple sospecha, hasta convertirse al final en certeza, cuando ya era demasiado tarde. ¿Cómo había ocurrido todo? El mismo día del entierro de su marido lo vio a lo lejos y se preguntó por qué no había asistido al funeral, pues eran vecinos y se conocían.  Dos días después él llamó a su puerta. Se excusó ante ella por no haber acompañado el cortejo fúnebre de su fallecido esposo, asesinado de forma cruel y despiadada, pero es que, le dijo, “no soporto ese tipo de ceremonias, he preferido venir hoy a su casa a presentarle mis respetos y acompañarla en el sentimiento”.  Ella agradeció su deferencia,  lo hizo pasar y ese mismo día hicieron el amor.  De esta forma nació entre ellos una pasión que desbordó su dolor y los unió en su desventura. Sus sospechas, no obstante, fueron creciendo hasta que supo, sin sombra de  duda,  que quien había asesinado a su esposo era su nuevo marido y padre de su hijo de tres meses.   Se lo estuvo preguntando todos los días de su vida mientras iba soportando, dolorosamente resignada y acongojada, el olor a muerto que la perseguía.  



III

    Shakespeare recrea en su drama, Ricardo III, una escena escalofriante.  Ricardo III se encuentra en una calle de Londres a lady Ana, viuda de Eduardo de Lancaster, a quien aquel había asesinado  junto a su padre. Al verlo, lady Ana lo increpa con encono: “¡Horrible demonio, en nombre de Dios, vete y no nos conturbes más!” El rey responde con lisonjas, fingiendo admiración y amor por lady Ana: “Vuestra belleza es la causa que me incitó en el sueño a emprender la destrucción del género humano con tal de que pudiera vivir una hora en vuestro seno encantador.” Ella, después de despreciarlo atiende sus lamentos y, en lugar de maldecirlo y rechazarlo, exclama: “¡Quién conociera tu corazón!” Ricardo le expresa su arrepentimiento y se ofrece a acompañarla hasta la sepultura de su marido. Lady Ana acepta su falaz ofrecimiento. Y cuando  se queda solo en escena se jacta de su triunfo: “¡Yo, que he matado a su esposo y a su padre, logro cogerla en el momento de odio implacable en su corazón, con maldiciones en su boca, teniendo a Dios y a su conciencia y a ese ataúd contra mí! ¡Y yo sin amigos que amparen mi causa. A no ser el diablo en persona y algunas miradas de soslayo! ¿Y aun la conquisto? ¡El universo contra la nada!” Después se casaría con ella. 

   Durante la boda el tufo maloliente de la podredumbre se expandió por toda Inglaterra, pero no debió de percibirlo  nadie.

 

IV


   Hablaban tres amigos sobre la realidad y, como era de esperar, no se ponían de acuerdo entre ellos.
-La realidad –afirmaba el primero- es el resultado de las acciones humanas.
-No estoy de acuerdo –contradecía el otro- la realidad es el producto del pensamiento.
-Erráis los dos –matiza el tercero- la realidad es la que impone quien tiene el poder.
Los tres llevaban razón y, sin embargo, no se ponían de acuerdo. El laberinto de la mente humana pone los pelos de punta.

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