Como cada año, los vecinos de la pequeña y
escondida aldea, preparaban su modesta cabalgata de Reyes. Trajín, nervios, carreras, recados, avisos,
bromas..., todo para que la noche del día cinco no faltara un detalle. Pero este año la meteorología les había
jugado una mala pasada: había caído un
nevazo de esos que cuando amanece parece que el Sol sale a rastrapanza, inconveniente que suponía un formidable
obstáculo para sus planes, no ya para que la comitiva real encontrara expedito
su itinerario –ya se encargarían ellos de despejar las calles y dejarlas
transitables-, sino porque la nieve caída –metro y medio según los más
prudentes; dos metros según los más exagerados-
impedía viajar al pueblo próximo a traer
los caballos para que sus majestades de oriente pudieran llevar a cabo
su trascendental misión. O sea, que
estaban totalmente aislados. ¡Menudo marrón les había caído encima! En este caso, hablando con propiedad, el marrón
era un mantón blanco que los
cubrió a todos y los dejó pasmaos.
A un vecino se le ocurrió sugerir que en
la aldea había tres borricos, muy majos ellos, “y a falta de pan...”
–dejó caer como quien no quiere la cosa.
El alcalde le cortó el refrán en seco y le dijo que no eran tres, sino
cuatro. Y el vecino se estrujó la sesera
tratando de averiguar quién sería el dueño del cuarto borrico, pues que él
supiera en la aldea no había más que tres.
A pesar de ello el edil no estaba dispuesto
a rendirse. Convocó un pleno extraordinario
para tratar el asunto con la esperanza de que de ella surgiera alguna idea,
alguna propuesta que salvara la situación, aunque de antemano ya sabía que la
solución sólo saldría del atrevimiento de algún munícipe que estuviera
dispuesto a desafiar la putada que les había hecho la meteorología, y poner a
prueba su sentido de la orientación, pero o la osadía de los vecinos había
quedado congelada por la nieve o el nivel que ésta había alcanzando superaba su
estatura. Lo cierto es que el regidor, que
había albergado una leve esperanza de que, al calor de la reunión, alguno de
los residentes se ofreciera voluntario, vio frustradas sus ilusiones.
Constatado pues que, salvo los tres
borricos, un par de vacas, un buen número de ovejas y algunos cerdos, en la
aldea no había más cuadrúpedos, al menos que figuraran en el censo como tales,
se dispuso a dar por concluido el pleno. Pero cuando se disponía a levantar la
sesión el único empleado municipal, que
entre sus muchos cometidos figuraba
también el de alguacil, entró en el
salón de plenos tras pedir permiso, se quitó respetuosamente la boina y,
dirigiéndose a la asamblea a través de su jefe, informó: “Señor alcalde y la compaña, que aquí fuera
hay un forastero de barbas muy largas y una vestimenta muy rara que pregunta
por usted”. “Pues dile que entre a ver
que quiere, hombre de Dios” –respondió el señor alcalde sin echar cuentas a lo
que había dicho el funcionario local. Si lo hubiese hecho habría reparado en
que estaban aislados. Así que, ¿cómo
diantre había llegado el forastero a la aldea?
El alguacil salió y momentos después volvió a entrar acompañado
de un hombre sesentón de luengas barbas blancas y aspecto bonachón. Vestía el anciano un anorak rojo ribeteado de
blanco, pantalón y botas del mismo
colorido y un gorro puntiagudo terminado en una borla haciendo juego. Su
irrupción en el modesto salón de plenos dejó boquiabiertos a los reunidos. El ministril volvió a quitarse la boina y en
un tono de voz que revelaba su desconcierto, anunció: “Ustés perdonen, pero pa’ mí
que este tío tié atascá la chimenea –como si quisiera justificarse-, dice que
se llama Santa Klus o algo así y que ha
venido por el aire en un trineo”
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