Hoy, día de los enamorados, ¿qué mejor que lo celebremos en este blog con un relato sobre el amor? Vamos a ello.
En cierta ocasión leí un cuento en el que un
muñeco de nieve –la nieve es el lirio de la Navidad-, se enamora de
la muchacha que le dio forma y modeló su rechoncha y familiar figura. Movido por su amor transformó el vacío de su
pecho en un corazón de hielo
transparente y puro. Era tan grande que
su ánimo, incapaz de soportar el suplicio de la ausencia y el tormento del
silencio, derritió su cuerpo de blancura iridiscente en un alarde de pasión
desbordada. Cuando, al día
siguiente, la muchacha se acercó
confiada a recrearse con su obra, sólo
encontró en su lugar el sombrero y la bufanda roja en medio de una mancha húmeda en el suelo.
Lo demás se lo había tragado el sumidero de una alcantarilla.
Así terminaba el cuento, sin aclarar qué fue
de la chica. Yo me pregunto, ¿qué pensaría?
¿Intuyó lo que había pasado o simplemente se encogió de hombros y se
preparó para hacer otro muñeco? ¿Se interrogó acerca de la naturaleza del
sorprendente e inexplicable fenómeno o lo achacó a cualquier accidente azaroso?
¿Realizó alguna averiguación, se interrogó a sí misma, imaginó las
causas...? Particularmente me inclino
por esta última posibilidad. El amor deja siempre una estela por donde pasa, un
perfume, una impronta. Si alguien puede percibir la huella del amor de una
manera nítida, es una mujer. Es más, el
fenómeno tenía todos los síntomas de ser un prodigio y, como todo el mundo
sabe, y apuesto a que la muchacha también,
los prodigios sólo pueden tener como causa el amor. He aquí la respuesta:
La joven experimentó al principio la
incredulidad propia de lo descabellado, luego el desconcierto ante lo evidente
y, por último, el estupor de lo increíble. Se sintió invadida por la tristeza
y, finalmente, por el dolor. La vieja
bufanda mojada en medio del rodal de humedad, el surco del agua enamorada sobre
la nieve, las fauces negras del sumidero, las últimas gotas precipitándose al
abismo..., restos de un naufragio que ella había provocado, le acusaban. Había realizado su obra a impulso de una
ilusión infantil, como un juego, sin más
pretensiones que gozar de su destreza y divertirse modelando. Y se despreocupó,
la olvidó a su suerte. Pero fue tal su
ternura, el primor que puso en su empeño que, a su influjo, la ilusión del
muñeco por sentirse amado se coló de rondón en su cuerpo inerte y, algo muy
parecido a un corazón limpio y puro, empezó a fraguarse en su pecho donde,
subrepticiamente, prendió la llama del amor. Luego, lo dejó que se consumiera
de soledad y de nostalgia. Su
complacencia le impidió leer la tierna expresión de su cara, la intensidad de
su mirada, la ansiedad de su gesto. Y ahora, queriendo enmendar su frivolidad
desde la desolación de su recuerdo, desde su dolorida y aleccionadora experiencia,
lo llamaba en silencio, ahora, cuando ya no había remedio.
Ante ella se abría el hueco de lo ausente,
de lo que fue y ya no era, efímera existencia blanca, objeto inanimado
transformado en sujeto enamorado por su causa, contingencia ni por piensos imaginada:
desconocía la fuerza del amor que puso en su obra sin proponérselo. Su
ingenuidad provocó la catástrofe. ¿Debía sentirse responsable? ¿Por qué era
todo tan complicado? En algún momento se
sintió una Lolita sorprendida de sí
misma.
La nieve comenzó a caer de nuevo. El
cortejo de lágrimas incólumes cubrió pronto el rodal húmedo convirtiéndolo en
recuerdo. Sólo la bufanda roja seguía allí, ya semioculta. En un impulso
repentino se agachó a recogerla descubriéndola con lentitud, casi con mimo. Se
acercó al desaguadero del colector y, con gesto ausente y exquisito cuidado, la
coló entre los barrotes de la rejilla en
lo que pretendía ser un último gesto amoroso de homenaje y de emocionado adiós,
un intento, no de remediar lo que ya era irremediable, sino de ponerle un digno epitafio de reconocimiento postrero
a quien, por amor, había renunciado a sí mismo.
Abrígate –pensó más que susurró.
Al incorporarse se dio de bruces con la
realidad. Un policía municipal se acercó
a ella.
-Señorita –le comunicó llevándose
cortés la mano a la gorra- me veo en la obligación de denunciarla por
arrojar objetos al interior del alcantarillado susceptibles de causar una
obstrucción.
Mientras el agente anotaba sus datos, la
nieve caía y caía. Ella, de vuelta a la realidad, enrojeció de vergüenza y desconcierto. No sabía si ponerse a reír o a llorar, pero
para sí pensaba que las cosas que nacen a impulso del amor solo las entiende
quien ama, ¿cómo explicarle al municipal que su acto no era una gamberrada sino
un acto de amor? Se la llevaría a salud mental.
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