En el momento de emprender
la aventura de hablar sobre España, antes incluso de haberlo pensado, me decía
que todos los españoles que verdaderamente la sintamos deberíamos reflexionar,
siquiera sean uno minutos, sobre ella.
No es que antes no lo haya hecho, España me ocupa y me preocupa. Sobre
su historia se puede pensar desde muchos ángulos y distintas perspectivas, con
el fin de someterla a mi propio juicio, no al juicio que me han trasmitido
historiadores, escritores, políticos…, amigos y enemigos, interesados y desinteresados,
informados y desinformados desde su verdad o su mentira.
Se me antoja que todos tenemos de España, me temo, una imagen
borrosa y distorsionada de la que, también me temo, no nos sentimos demasiado
orgullosos. Y me pregunto si es real, y si es real, a qué se debe. No la que tengan los de fuera, que ese es otro
cantar. También me pregunto por qué la izquierda, es mi impresión, ha llevado
sus aversión por todo lo que significa y representa la derecha a un desapego doloroso
de España, como si su aversión por
aquella se reflejara en ésta. Lo cual no deja de ser irracional y preocupante.
La pregunta que me hago hoy, fuera aparte de
lo que opinen otros sobre el mismo
asunto y otras consideraciones personales, es por qué España pinta tan poco en
el concierto de las naciones avanzadas, por qué no está al mismo nivel de otras
naciones de nuestro entorno, como Inglaterra y Francia, por ejemplo, presentes
en tantos episodios y avatares de nuestra Historia. Y se la respete tan poco, a
pesar de ser la cuarta potencia de
Europa, es decir, por qué no es más de lo que es si tuvo la oportunidad de
haberlo sido antes que las mencionadas.
No voy a entrar en lo que han tenido que
ver en ello otras naciones, como por ejemplo Gran Bretaña con su miserable
leyenda negra que tanto daño nos ha hecho,
o Francia, con su menosprecio altanero, eso es normal entre potencias rivales, España era el
enemigo a batir, de manera que todo el daño que pudieran hacernos hemos de
considerarlo como algo “normal”. Nosotros también hicimos el nuestro. Otra
cosa es lo mucho que han tenido que ver en su debilidad y decadencia los
Austrias y los Borbones, de una parte, y la Iglesia Católica y la nobleza, por
otra. Pero también nosotros mismos, lo cual ya no es tan “normal”, pues es como
tirar piedras sobre el propio tejado. De manera que se puede decir sin temor a errar demasiado el tiro que nuestros
enemigos no solo nos vienen de fuera, también los tenemos dentro. Esta verdad,
estoy seguro, la podrá corroborar cualquier
español por su propia experiencia si ha tenido la fortuna o la desgracia de
emprender iniciativas por cuenta y riesgo. Yo me encuentro entre ellos.
Por tanto, España es lo que con lo que han hecho de ella nuestros antepasados, y no lo que ha podido llegar a ser a pesar de haber contado en su historia con
hombres capaces y preparados para conseguirlo, pues nuestra experiencia histórica nos
habla que la envidia es su
principal enemigo. Y, junto a ella, el orgullo, los dos pecados capitales que
han marcado nuestra historia para nuestra desgracia. Episodios como la traición de que fue objeto
Viriato ya nos hablan con bastante claridad de la bajeza y mezquindad a la que
puede conducirnos la envidia. En España,
la grandeza ha causado siempre
recelo porque en ella ha gobernado la ignorancia, a la que incluso se ha
ensalzado; sin embargo, la nobleza ha sido reverenciada con el
resultado que todos sabemos. Detrás de esta inmoralidad está la envidia, pero
también el servilismo por necesidad.
Si me detengo en el largo periodo de la Reconquista
ya vemos los estragos que, entre los reyes castellanos, causó la envidia, luchando
unos contra otros en lugar de unirse para combatir al invasor. Tal vez la
figura del Cid y todo lo que rodea su
leyenda nos ilustre perfectamente sobre como la envidia destruye una figura
señera de nuestra historia, pues fue
víctima de ella doblemente, como envidiado y como envidioso, que se resume en
el famoso verso de su Poema: “¡Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor!” O de otro grande, como sin duda lo fue el
Gran Capitán, que también fue víctima de su veneno, o los Reyes Católicos,
que se dejaron influenciar por una nobleza envidiosa, arrogante, iletrada y
codiciosa, apoyada por una Iglesia Católica corrupta y falaz para expulsar a
los judíos, que eran los que, con su saber, gestionaban la administración del
Estado, sustituidos luego por los cristianos viejos de “sangre limpia”,
ignorantes y zoquetes que no sabían hacer ni la o con un canuto. A partir de ahí el declive de España estaba cantado, pues con semejante “funcionariado” era imposible administrar un
Estado, el primero de Europa, que acababa de descubrir un nuevo mundo y que
tuvo que enviar a analfabetos para colonizarlo. Era lo que había. Resistió la
época de Carlos I por inercia, pero Felipe II, otro envidioso, que relegó a su
hermanastro, Juan de Austria al ostracismo a pesar de haber vencido a la armada
turca en Lepanto, nos procuró el desastre de la Invencible. No sabemos lo que
hubiese pasado, pero para mí tengo que la suerte de la Armada Invencible habría
sido otra de haberla comandado él.
A Fernando VII ni lo menciono, una vergüenza para España. Claro que, antes que él y después de él, también los hubo que no supieron estar a la altura y sin embargo nadie discutió su autoridad como sí lo hizo la nobleza inglesa contra el Rey Juan sin Tierra, que se rebeló contra él obligándolo a firmar La Carta Magna. Mientras que aquí, nuestra “nobleza” y nuestro clero toleraron a un rey como Carlos II y a sus sucesores, todos ellos unos inútiles. Con el daño que le ha hecho la Iglesia a España y sin embargo ninguno de nuestros reyes, incluidos los de la Reconquista, fueron capaces de plantarse e imitar a Enrique VIII de Inglaterra. No solo eso, sino que Carlos I arruinó a España combatiendo el protestantismo y su hijo Felipe II acabó de arruinarla del todo combatiendo el anglicanismo. Dos dislates históricos que, junto a la Guerra de los Treinta Años, nos hundieron definitivamente.
A Fernando VII ni lo menciono, una vergüenza para España. Claro que, antes que él y después de él, también los hubo que no supieron estar a la altura y sin embargo nadie discutió su autoridad como sí lo hizo la nobleza inglesa contra el Rey Juan sin Tierra, que se rebeló contra él obligándolo a firmar La Carta Magna. Mientras que aquí, nuestra “nobleza” y nuestro clero toleraron a un rey como Carlos II y a sus sucesores, todos ellos unos inútiles. Con el daño que le ha hecho la Iglesia a España y sin embargo ninguno de nuestros reyes, incluidos los de la Reconquista, fueron capaces de plantarse e imitar a Enrique VIII de Inglaterra. No solo eso, sino que Carlos I arruinó a España combatiendo el protestantismo y su hijo Felipe II acabó de arruinarla del todo combatiendo el anglicanismo. Dos dislates históricos que, junto a la Guerra de los Treinta Años, nos hundieron definitivamente.
Figuras señeras de nuestra Historia fueron
relegadas y perseguidas, cuando no asesinadas, por tener ideas y aportar
sabiduría a la función pública o prestigio para España, por suscitar la envidia
entre quienes estaban cerca del poder o disponían de influencias para quitarlos
de en medio. El más sonado fue el asesinato del General Prim, víctima de una conspiración como la que acabó con la vida de Juan Escobedo, Secretario personal de Juan de Austria, que podría muy
bien habernos evitado la humillación de nuestra última Guerra Civil. Una
indignidad, una cobardía, una afrenta a España, pues hasta hace bien poco desconocíamos
quién había perpetrado el ignominioso crimen y quiénes lo encubrieron y
permitieron.
Por mencionar a un español destacado objeto
de la envidia me referiré a Jovellanos, un eminente político demasiado
brillante para la corte de Carlos IV, que se deshizo de él desterrándolo
Asturias. Más tarde, cuando cayó Godoy,
fue nombrado Ministro de Gracia y Justicia, pero la Iglesia lo enfiló por pretender disminuir
la influencia de la Inquisición y tuvo que dimitir y volver a su Gijón natal.
Más tarde, cuando Godoy volvió al poder, lo detuvo y lo encarceló acusado de
haber introducido en España “El Contrato Social”, de Rousseau. Es solo un
ejemplo, como otros muchos, de cómo tratamos en España a nuestros hombres
ilustres. La puta envidia está siempre detrás de estos vergonzosos episodios
que han marcado nuestro devenir histórico.
Yo mismo la he experimentado en mis propias
carnes, pues en España, cuando empiezas a destacar por propios méritos, te
conviertes automáticamente en sospechoso para la gente mediocre. Donde más se nota es en los pueblos, donde la
envidia se manifiesta en toda su repugnante desnudez. La falta de iniciativa en los pueblos como un
elemento esencial que explica en parte
su despoblación, no se debe a que
carezcan de ella, se debe a que en ellos cuando alguien se emprende una actividad del tipo que sea, económica, cultural, educativa…, que sobresalga de la mediocridad reinante, se
convierte automáticamente en sospechoso de esconder intereses espurios,
lo cual crea un clima de
frustración y desesperanza atroz que envenena la convivencia y genera odio. ¿Quién quiere vivir en un
ambiente en el que el recelo y el odio
presiden la convivencia? Los pueblos pequeños tienden todos a su desaparición
porque en ellos cada cual va a lo suyo y nadie confía en nadie.
Es así, tal y cómo os lo cuento. Por
desgracia para nosotros se admira más al que destaca económicamente, al que “se
hace millonario”, que al que destaca por su inteligencia y bien hacer. ¡Cómo no
va a haber corrupción! A España la han
hecho grande, no sus conquistas ni sus victorias, ni sus derrotas, ni sus reyes
ni sus reinas, la han hecho grande la gente sencilla en contra, la mayoría da
las veces, del poder, poniendo dinero de su propio bolsillo incluso para
alcanzar sus sueños o poner en práctica sus ideas y planes. El caso más
paradigmático que me viene ahora mismo a la memoria fue el de Ramón y Cajal,
que cuando le concedieron el premio Nobel de medicina el gobierno preguntó quién
era.
Sí, España me duele. Yo también, como español, me duelo de ella. Aun
así, daría mi vida por ella.
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