viernes, 7 de diciembre de 2018

LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO (II)








CAPÍTULO I

    Presentación Jiménez Jiménez, conocida popularmente en Benojar del Duque como Presen, ejercía su labor doméstica a sueldo desde que a los catorce años terminara su educación primaria.

   A la sazón era una mujer alta y corpulenta, bien parecida, con porte de gran señora, aunque lenta y torpe.  Gozaba de buena salud, aunque debía cuidar su tensión. Instalada en sus cincuenta años de vida, dedicaba cuerpo y alma  a su trabajo y al cuidado de su madre, la tía Milagros, con quien vivía sin más compañía que una gata a la que llamaba “Princesa”, tal vez  lo que ella soñara con ser algún día.  

   Tenía dos graves defectos: un gran corazón y muy poco juicio, y si bien era complicado afirmar que el primero fuera la causa del segundo o viceversa, estos aspectos  de su personalidad constituían una fuente de problemas en su vida, pues estaban  en la base de sus fracasos afectivos y  de las frecuentes discusiones con su madre y los vecinos. No lo podía evitar, ella era así y así sería hasta que Dios dispusiera llevársela,  certeza que le causaba un tremendo comecome cada vez que le venía a la cabeza, por lo que decidió no pensar en esa perturbadora realidad que le quitaba el sueño ni en nada que tuviera que ver con ella, decisión que no vino sino a agravar aún más su problema.

   Dos episodios de su vida, uno en su infancia y otro en su juventud,  fueron los que, sumados a  sus carencias intelectuales,  constituían la brida inconsciente de su manera de actuar.  
   Nueve años y la más tierna inocencia en sus ojos cuando asistió al entierro de su padre. El boato del tránsito, las prédicas del cura, el catafalco cubierto de telas negras, la iglesia lúgubre, iluminada tan solo por los cirios que proyectaban sombras, el olor a cera, el misterio,  el silencio reinante roto tan solo por los gemidos de las mujeres, los siseos, las salmodias del sacerdote…, y después, aquel camino interminable al cementerio, el sonido de las campanas doblando, el enterrador desclavando el crucifijo de la caja y dándoselo a su madre, aquella fosa tan profunda por la que descendió su padre, el espantoso sonido de la tierra chocando contra él…  El terror y el espanto que le produjo la tétrica ceremonia penetraron en ella y ya nunca consiguió arrancarlos de su vida.

    Desde entonces, con tal  de no pensar y olvidar su terrible experiencia, le dio por inventarse historias y, cuando su imaginación se cansaba de  trabajar,  exageraba las que habían tenido lugar,  las  modificaba  agregándoles algún detalle a su gusto o las adaptaba a su ser. Le resultaba divertido. Ora omitía, ora adornaba, ora cambiaba…, pinceladas personales que añadían morbo e intriga  alimentando así  su necesidad de tener algo propio que llevarse a la boca  y engañar a la que un día vendría a poner fin a sus días y llevarse sus historias.
   Para su sorpresa la gente, que nunca le había prestado atención, no solo se la prestaba  ahora, sino que lo hacía con auténtico fervor. Fue así como, poco a poco, sin apenas darse cuenta, le cogió el gustillo a sus mentirijillas, pues con ellas conseguía matar dos pájaros de un tiro: olvidar a la que no quería recordar y que se hablara de ella. Protagonista, recordada. ¡Viva!

  Poco le importaba a ella que antes o después descubrieran sus trolas y la pusieran colorá, era el impuesto que debía pagar por su mitomanía. Naturalmente ella lo negaba todo con  el sello del sofoco en su cara, y si no había escapatoria posible, con el corazón a punto de salirse de su pecho decía que tanto afán por tacharla de mentirosa no era normal,  que a ver a qué venía  tanto interés habiendo por ahí cada mentirosa  quepaqué…, que lo sabía ella y no quería mirar a nadie… Otras aseguraba sin empacho alguno que había sido una broma,  que no se había dado cuenta,  que es que a veces tenía una cabeza…  Sus mentiras iban desde lo más inocente: --Tu gata se ha metido en mi cocina y se ha llevado dos sardinas en la boca-. Y la vecina, alterada: -Si, claro, ahora va a resultar que mi gata tiene dos bocas-. Y ella respondía: --Y hasta tres, que lo he visto yo, un día le doy un trancazo-. Y la vecina, picada, le replicaba: --Ya te cuidarás tú mucho de hacerle algo a mi gata-. Y ella concluía victoriosa: --Pues dale de comer como yo le doy a la mía, que la tienes esmayá viva-, hasta lo más perverso: --María, no te lo vas a creer –con aspavientos- mira bien debajo de las camas que he visto una culebra meterse en tu casa-. Y la vecina, horrorizada, exclamaba: --¡Jesucristo, no me lo digas ni en broma!- --¿Broma? –fingía sorprenderse- Un pedazo de culebra así de grande-. Y abría los brazos en cruz todo lo que podía.  

   En su afán por atraer la atención no le causaba mayor empacho  ensalzar a una vecina hoy, y mañana, con el mismo objetivo, ponerla a bajar de un burro.   Estos vaivenes eran los que su madre le reprochaba amargamente. Le dolía en el alma que  su descuidada hija se comportara como una niña caprichosa, sin reparar en las consecuencias de lo que decía, como si disfrutara en decir hoy una cosa y mañana  la contraria. No lo podía entender.  
   Las recriminaciones de su madre  reproducían en ella unos sofocones tremendos, pues le dolía que no la comprendiera y encima tratara de disculparla ante las vecinas.
   —Tú no tienes que decirle nada a las vecinas, que para eso me basto y me sobrole decía a su madre enfadada.
  ¡Huy, hija mía, qué equivocada estás! A ti lo único que te sobra es malafollá-. La tía Milagros, la pobre, estaba hartica de sufrir por ella.

   Su vida, de no ser  por su trabajo, sus artificios y su afición al chismorreo, sería un páramo desolado, pues  le ayudaba a perseverar en el empeño de seguir siendo “buena”,  de no negar un favor a quien se lo pidiera, de impedir que su corazón le fallara y poder seguir soñando con ser princesa, cualidades que a fin de cuentas la mantenían en pie,  la prueba era que, a pesar de las discusiones con las  vecinas, a pesar de los malos ratos que les hacía pasar con sus “alteraciones de la realidad”, al  atardecer se sentaban en su puerta para charlar con ella. Era su máxima felicidad,  esos ratos de  cháchara en los que  escuchaba y se hacía escuchar desarrollaban en ella todo su potencial, la elevaban a los cielos, pues aparte de ellas solo podía hablar con su madre, pero a su madre no podía contarle sus “caprichosos desvíos”, la conocía demasiado bien: 

  Ya estás otra vez con tus cosas- le decía cuando le contaba algo que no le cuadraba, reproche que provocaba la inevitable discusión-. --¡A quién le habrás salido, hija, a quién le habrás salido!-  se quejaba su progenitora amargamente saldando así la polémica. 

Dieciocho años tenía cuando tuvo lugar el segundo hecho más perturbador de su vida.  Queriendo conocer otros horizontes y ganar unas pesetillas para el ajuar,  decidió irse “a servir” a la capital. En ella estuvo varios años, no se sabe muy bien si fueron cinco o seis. Y fue allí, en la  urbe capitalina, donde conoció a quien ella creyó que era el hombre de su vida, el cual,  aprovechándose de su ingenuidad natural, no tardó en enamorarla perdidamente empleando para ello una verborrea que a ella se le antojó celestial. Lo demás fue coser y cantar para el aprendiz de don Juan, pues ella, simple, confiada y desprendida,  muy necesitada de amor y afecto, se entregó a él en cuerpo y alma. Le resultaría cara su entrega, pues su pícaro príncipe azul no se contentó con robarle la virginidad, sino que también arrambló con sus ahorros.

    Rota de soledad y desamor, sin nadie a mano a quien contarle su fracaso amoroso a su manera, se derrumbó. Lo que más le preocupó del caso no fue tanto perder su virtud y su alcancía como todo lo  que su madre le diría cuando se enterara, pues no tendría más remedio que decírselo antes o después. A su madre no podía engañarla. Si a ello unimos la comidilla de la que inevitablemente sería objeto en el pueblo, ansioso de historias como la suya, el disgusto de su madre  se uniría al suyo y la suma de ambos sería demasiada carga para ella. Esta convicción, y el hecho de que  llegara a saber  que el autor de la artimaña era un vulgar pintamonas, sin oficio ni beneficio,  que cualquiera con dos dedos de frente habría descubierto en un abrir y cerrar de ojos,  la sumió en un estado de ansiedad que demolió la escasa resistencia que aún le quedaba


   Le sobrevino una depresión de cien quintales y a punto estuvo de vérselas con la de la guadaña, factor a la postre desencadenante de su curación, pues ella estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de que esa señora no visitara su casa.  En el pueblo no faltó quien dijera que de aquí le venía a ella  su inclinación a deformar  las cosas,  que se inventaba lo que se inventaba como una estratagema para no volverse loca, para no pensar en su imperdonable falta, de forma que  se fue ganando justa fama de embustera proverbial. De hecho, cuando corría algún chisme sobre alguna de sus conocidas  la afectada se iba al bulto: --Eso solo ha podido  decirlo la embusterísima de Presen-.  Puede ser, y puede que una cosa  no quitara a la otra,  pero  su afición al embusteo le venía mayormente por temor a que la parca se la llevara sin que se enterara nadie y sin decir ella la última palabra.   (continuará).

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