sábado, 1 de diciembre de 2018

LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO








Inicio hoy, 1 de diciembre de 2018 a publicar por tramos mi novela, que escribí años ha.
   Se titula LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO, y es  la historia de una venganza. Tiene 322 páginas, un preámbulo y XXXI capítulos. Empieza así:




PREÁMBULO

    Cuando la única opción es poner la otra mejilla el silencio se extiende como respuesta a la injusticia. Es la hora de los héroes.  En esta historia, acaecida  en un pueblo olvidado, la costumbre llegó a convertirlo  en un mal, un mal sin galones, pero igual de dañino. Tal vez peor.  
   El silencio como respuesta  obliga a fingir lo que no eres, a decir lo que no piensas, a simular lo que no sientes, que se une  a la certeza de que nunca serás  lo que sueñas. Se detecta en la expresión de tu rostro, en la ansiedad de tu mirada, en tus gestos, repetitivos y cansinos,  en que nada de lo que dices trasciende  fuera de ti. Y sin ser plenamente consciente de ello llevas a cuestas tu desengaño prendido de un callar de espadas.
   Interiorizas como algo natural  que trae más cuenta ser  maestro de la indefinición que amigo  del compromiso. Sin embargo, la tensión que conlleva el silencio te lleva a criticar en los demás lo que otros critican en ti, en lugar de  señalar a quien debe ser señalado, pues has asumido que la verdad se alza como enemiga de la convivencia y el silencio como su aliado.  
    Huyes del riesgo, al que tratas con distanciamiento,  y aquel que lo defiende como un valor necesario para vivir en plenitud lo miras con recelo, pues ¿cómo no pensar que quiere aprovecharse de ti?  
  El vacío de tu vida  lo cubres con misas y distracciones de casino,  batidas de caza y charlas al atardecer, en la plaza o en la taberna. Y así, con la bandera de la desconfianza izada, pasas tu tiempo  esperando que todo cambie y mejore sin hacer nada. Todo es duda que te atenaza mientras el tiempo corre sin darte cuenta  de que estas  enfermo de miedo y te acuestas con la mentira. 

   Este panorama, que el lector sabrá interpretar, trataron de burlarlo tres vecinos de un pueblo perdido de la geografía española a los cuales se les ocurrió fundar una tertulia, tal vez  porque intuyeron que si seguían callando acabarían por hablar solos.  Sus componentes,  tres amigos que ni siquiera  se fiaban entre ellos, echaron una moneda al aire y les salió cara, seguramente porque la suerte quiso darles una oportunidad antes de que  el silencio los devorara, y fue así como se embarcaron en la aventura de vencerlo sin sopesar las consecuencias de su azarosa  iniciativa.     

   La historia, de ribetes singulares, humana y trágica, por momentos conmovedora,  me la refirió el guardabarreras del pueblo, un cincuentón de generosa estatura, cargado de hombros,  mirada inquieta y tez oscura, parsimonioso y solitario, de los que hablaban poco pero rompían el silencio cuando lo hacían,  de los que están del lado de la verdad y se comprometen con ella  por amarga que esta fuera, amargura que endulzaba  con su particular sentido del humor, un humor que se asomaba a su mirada, escéptica y burlona, para despistar al silencio.   Era precisamente esta cualidad, ser serio y aparentar lo contrario la que, junto con su particular forma de entender la vida, le  proporcionaron  fama de frívolo, hecho que le permitía jugar con la verdad como si fuera mentira. O viceversa.  

Lo conocí una tarde, durante un paseo, el primer año que fui a pasar unos días al pueblo,  donde vivía la familia de mi mujer. Él estaba en la puerta de su garita, junto a la vía, y lo saludé con un buenas tardes, a lo que él respondió, nos dé Dios, con cierta ironía. Al volver de mi excursión aún seguía en el mismo lugar y le pregunté si no se aburría, por decir algo. Me respondió que solo se aburren los que no tienen imaginación. Me acerqué donde estaba, me presenté, nos dimos la mano y ahí nació nuestra amistad. Todos los años, a partir de ese día, cada vez que iba al pueblo lo visitaba. Fue al segundo año de conocernos cuando me la contó. Salió a colación de forma espontánea y por casualidad.

   Los dos estábamos sentados en la terraza de una venta de carretera,  cerca del pueblo, una tarde de  verano postrero con el sol en el horizonte. Ambos saboreábamos la frescura deliciosa de una Alhambra y disfrutábamos de la placidez del lugar, razón que nos había llevado allí.  Hablábamos  del pueblo,  de su estentóreo silencio, de su negro futuro, de su anodino presente y, de pronto, en medio de la conversación, me preguntó de improviso: “¿Qué entiende usted que es la verdad?”  Casi me atraganto, era la primera vez que alguien me sometía a semejante prueba, así que lo miré con verdadera curiosidad (debo confesar que no conocía a fondo al personaje).

   Para responder a su insólita pregunta recordé una alucinante historia que había oído contar en una taberna del barrio de Lavapiés de Madrid. 


La contaba un hombre de unos sesenta años de edad con aspecto de bohemio, a un joven que compartía mesa con él. Yo estaba sentado en la mesa contigua y aquel ejemplar de ser humano de  mirada triste, cabello y barba blancos, rostro enjuto y surcado por profundas arrugas, muy delgado, alto, vestido con un pantalón vaquero de color negro, polo del mismo color y una chaqueta blanca,  contaba que un día Dios resolvió decirle la Verdad a los hombres.  Su insigne decisión la plasmó  de su puño y letra en un folio de color azul y, para hacerla llegar a los humanos no comisionó a sus ángeles  ni a sus arcángeles, sino al mismísimo Lucifer al que llamó a su presencia. Cuando el del Averno acudió a su llamada con su habitual cortejo de olores inmundos lo hizo arrodillar y jurar ante Él que acataría su mandato: “Has de llevar la Verdad a los hombres en nombre de tu Dios”. Así lo prometió y se comprometió el Príncipe de las Tinieblas doblando la cerviz,  sumiso y ladino. Dios le entregó el título donde había resumido  la Verdad y el mensajero celestial de los infiernos se personó en la Tierra tras meditar cómo cumplimentaría el mandato divino. Revestido de su poder y disimulando su condición, reunió a la humanidad para comunicarle la noticia de la que era portador.
  --“Dios ha decidido transmitiros la Verdad –anunció  a la masa informe con voz tronante desde su atalaya- y yo, como vasallo suyo, os la traslado  cumplimentado así su mandato”. --“¡Alabado sea Dios!” --clamó la multitud. Alabanza que el comisionado prefirió ignorar. Con el semblante contraído por la ira  y disimulando su disgusto se dispuso a cumplir su anuncio, pero ante la sorpresa de la muchedumbre extrajo el pliego y rugió: --“¡Aquí la tenéis, buscadla!”. Y no leyó el contenido del folio como el gentío esperaba, sino que lo hizo confeti en un vertiginoso movimiento de manos y los arrojó al viento. Había cumplido con el mandamiento divino. Ahora cada hombre tenía su verdad revelada por Dios, aunque de la mano del diablo”.  
   El guardabarreras permaneció pensativo tras escuchar mi alegoría y al fin comentó:
     —Seguro que se quedó con más de un trozo”. “--¿Para qué? –le pregunté-, no necesitaba ningún trozo, pues  leyó el folio antes de romperlo. --“Ya –concedió-, pero el Diablo es muy desconfiado y seguro que pensaría que lo mejor era quedarse con varios trozos por si el hombre fuera capaz de juntarlos todos…”  Los dos reímos.
   Esa fue la mejor prueba de que le gustó mi explicación,  lo leí en sus ojos, si no, no me habría comentado a continuación:
     —Es decir, que si Dios comisionó al Diablo para algo tan trascendente es que era bueno hacerlo así.
    —O necesario –completé yo.
    —Ya –aceptó él- por eso echó a Adán y a Eva del Paraíso.
    —Una buena teoría –abundé yo.
    —De todas formas lo que tiene de curioso este caso –creí oportuno señalar- es que aquel hombre le dijo a su joven acompañante que su hijo era cura, y que antes de que ingresara en el seminario le contó la misma historia.  El joven, supongo que  por curiosidad o por si llegara a tropezarse con él, le preguntó por el nombre de su hijo  --“Se llama Propósito –aclaró el anciano-, le puse ese nombre porque no hay ningún santo que se llame así, de manera que si llega a serlo será el único.  Aunque lo dudo”. 
   Fue después de meditar sobre lo que le conté cuando me dijo: 
   -Pues yo te voy a referir mi verdad sin intermediarios. Por cierto, no sé si será casualidad, pero el protagonista es un cura, y casualmente se llamaba don Propósito, y era de los que transmitían la verdad de Dios a su manera. 
   Y me relató esta historia que tal vez termines de leer o tal vez no, pero  si sientes que nada de lo humano te es ajeno te invito a que llegues hasta el final. Naturalmente que yo, salvando las distancias,  te la cuento a mi manera, como hizo el Diablo. Y también quedándome con algún trozo de ella. No podemos escapar a nuestra condición.  (Continuará)





   

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