viernes, 14 de diciembre de 2018

LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO (III)






Fue la propia dueña de la casa en la que servía  la que llamó a la tía Milagros  para que fuera a por ella, pues la depresión que le sobrevino bien podría calificarse de monumental. Su madre, que en lo tocante a cuidar de su hija no reparaba en mientes,  emprendió viaje de inmediato rogando a Dios y a la Virgen que no le pasara nada irreparable a su querida aunque atolondrada hija. 

   Se la trajo al pueblo en el tren correo sin más trámites, en un pesado y largo viaje de ida y vuelta. Solo le dirigió un reproche cuando estuvo ante ella: --¡Ay, hija, me vas a quitar la vida!- Una forma peculiar que ella empleaba para  darle ánimos, pues la vida de su madre estaba por encima de todos sus problemas.

   Acordaron que estaría en el pueblo hasta que se recuperara de su revés amoroso y sus lamentables consecuencias, así lo prometió su madre a la dueña de la casa a ruegos de ésta. La recuperación llevó su tiempo, pero los aires puros del pueblo, su tranquilidad, los cuidados de su progenitora, los ratos de conversación vespertina con las vecinas, y sobre todo, su temor a la innombrable,  la curaron. Y cuando por fin sanó y la sonrisa volvió a su rostro tras un largo año de agonías, dijo que nones, que no se iba, se negó en redondo a rodar una segunda parte de su odisea capitalina, tal vez por aquello de que segundas partes nunca fueron buenas.

   Su antigua señora le escribió varias veces encareciéndole su retorno con la promesa de aumentarle el sueldo,  pero se cerró en banda y no hubo forma, no quería saber nada de la capital ni de todo aquello que oliera a urbe. Su madre hubo de resignarse a tenerla en casa, pues total, estuviera donde estuviera los disgustos estaban garantizados,  prefería tenerla cerca pues al menos tendría una oportunidad de evitarle y evitarse alguno.   De esta guisa acabó su periplo migratorio y retomó su peripecia rural:  una vida sosegada y sin sobresaltos, una madre siempre pendiente de ella para que no hablara más de la cuenta, una  “Princesa” como vigía de sus sueños, unas  limpiezas caseras para mantenerla en forma y sus chismorreos cotidianos poniendo sal a su vida.

    Desde entonces no miró nunca más a un hombre ni consintió que ninguno se acercara a ella. --Una y no más, Santo Tomás-, repetía una y otra vez cuando le preguntaban si tenía novio.  Terca como una mula cuando se le metía una idea en la cabeza.
   La mañana que trastornaría definitivamente su vida amaneció inclemente, una mañana de perros lluviosa y fría, con la Navidad en el horizonte, dos días después de Santa Lucía. Como todas las mañana se levantó cuando en el reloj de la iglesia sonaban las siete. Como siempre preparó un puchero de café, hirvió leche, tostó pan y preparó el desayuno para su madre y ella. A su término se aseó y ayudó a su madre a hacerlo, se vistió, se perfumó y, ya dispuesta, se despidió de su progenitora, la cual siempre aprovechaba la ocasión para encarecerle algún consejo. El de esa mañana fue  “ten cuidiao y abrígate,  que está lloviendo muncho y no vayas a resfriarte”.  Cogió un paraguas y salió a la calle. El viento húmedo y gélido de la sierra azotó su cara, la lluvia repiqueteó sobre el paraguas y sus pisadas sobre el asfalto, torpes y pesadas, salpicaron  de agua sus zapatos y sus medias. Nunca usaba pantalones, ni siquiera como pijama. Bordeó la plaza Mayor, melancólica y desierta, mientras sonaban cadenciosas, en el reloj de la iglesia, las nueve de la mañana.   
    Entre las casas que formaban parte de su quehacer se encontraba “la Casa del Cura”, así llamaba ella, y en realidad todo el pueblo, a la casa parroquial, un caserón decimonónico situado en el centro de la calle principal de Benojar del Duque. 

   Con el rictus del reproche en su rostro por el frío, aterida y mojada pese al paraguas y al abrigo, llegó a la casa parroquial. La puerta de la calle estaba cerrada, cosa que le extrañó, lo normal es que ya estuviera abierta,  pues a esas horas don Propósito ya estaba levantado y lo primero que hacía era abrir la puerta de la calle antes de meterse en su despacho. Se dijo que  tal vez fuera por la lluvia, incluso a veces,   para ir a ver al Obispo o atender alguna urgencia,  aunque en un día como aquel… Sumida en sus propias cavilaciones abrió con su propia llave y entró en la casa.

   --Padre, ¿está usted ahí? –demandó. Nadie respondió a su requerimiento.
   Convencida de que el cura había salido se dirigió al cuarto de la limpieza, se quitó el abrigo, se puso una bata, cogió la escoba, el recogedor  y un cubo y se puso a limpiar la planta baja de la casa, la que más se ensuciaba por las visitas. Fue entonces cuando reparó en que en el vestíbulo de la entrada había manchas de agua. Intrigada miró a su alrededor y comprobó que las escaleras que conectaban con las estancias superiores también estaban mojadas. “¡Qué raro! –pensó- ¿habrá salido esta noche y se ha quedado dormido?” Sin tenerlas todas consigo subió a la primera planta de la casa. Había un reguero de agua por todo el suelo hasta su dormitorio. “Seguro que ha tenido que salir a medianoche y el pobre se ha quedado frito”, pensó. Abrió los postigos de las ventanas del salón de la casa haciendo ruido ex profeso por ver si así  despertaba; al no obtener respuesta entró en la alcoba. No se había equivocado, don Propósito aún dormía en su cama tapado hasta la cabeza. No supo qué hacer, si despertarlo o dejarlo dormir. De todas formas le extrañó, nunca le había ocurrido tal cosa.  Se acercó a la cama y lo llamó.
   --Padre, que son las nueve y media, se le han pegado las sábanas, levántese.
   Pero el padre no respondió, ni se movió, ni dio señales de vida.

   --“Pues sí que se lo ha tomado en serio –pensó para sí-. ¿Y si le ha pasado algo?”
   Alarmada ante tal posibilidad se acercó hasta el borde de la cama con mucha prevención y le tocó con un leve zarandeo. Al comprobar que no se movía le destapó la cabeza.
   -Padre, padre, que es muy tarde, arriba que tengo que… ¡¡SANTO DIOS!!
    Se apartó de la cama horrorizada, como si hubiera visto al mismísimo Demonio  y salió del cuarto haciéndose cruces sin dejar de repetir --“¡Ay Dios mío, ay Dios mío…!”- precipitándose escaleras abajo gritando desaforadamente y temblando toda ella como una fuente de gelatina. Fue un verdadero milagro que no cayera rodando por ellas. Salió a la calle  sin dejar de gritar como una posesa: --“¡ay Dios míííííío que ha venido  que ha venido y se ha llevado al cura se lo ha llevado se lo ha llevado!”-  ¡Hay Señor qué desgracia más grande qué va a ser de míííí!”- sin cesar de santiguarse, con el signo del espanto en su rostro, con la imagen  del preste en su retina, ojos abiertos y  mirada de terror.

   Sin dejar de proferir lamentos,  agitando los brazos y llevándose las manos a la cabeza, encaminó sus pasos hacia la plaza. Ni un alma en la calle. La lluvia la empapó al instante pero ella ni  lo advirtió. --“¡no quiero, no quiero irme!”-, pregonaba sin cesar de correr como si la dama de negro la  persiguiera. Iba ciega, sin ver nada, con la mirada extraviada, dando bandazos y traspiés sin dejar de llorar y repitiendo --“¡ha venido, ha venido a por mí, no quiero, no quiero!”-.

   Alguien, desde una ventana, preguntó gritando: --“¿Qué pasa, Presen, quién dices que ha venido?-, y ella --“¡que ha venido, que está aquí, que ha venido a por mí!”-, sin dejar de correr sin rumbo fijo. Alguien se acercó a ella en su desvarío. --“¿¡Pero qué es lo que dices, Presen!? Cálmate, mujer ¿qué es lo que te pasa?” --“¡Que ha llegado ya, ha llegado!”- No cesaba de repetir ella sin prestar atención al vecino que trataba de calmarla. --“¡¿Te quieres tranquilizar, Presen?! ¿Qué es lo que ha llegado?”
   Mientras el vecino trataba de serenarla y averiguar qué le pasaba poco a poco fueron acercándose más vecinos y vecinas atraídos por sus gritos desaforados, preguntándose a qué venía que Presen gritara de aquella manera tan espantosa, no parecía sino que fuera a acabarse el mundo  con la que estaba cayendo. 

   Consiguieron guarecerse bajo los soportales del Ayuntamiento empapados vivos y sentaron a Presen en uno de los bancos, pero esta no dejaba de gritar --“¡ha venido a por mí, ha venido y se ha llevado al cura, se lo ha llevado, que yo lo he visto, he visto su rastro por toda la casa, hay señor que desgracia más grande, y ahora vendrá a por mí!”-, sin dejar de llorar y suspirar. Hasta que un vecino, por nombre José, que  no soportaba más la incertidumbre de la cantinela de Presentación,  la cogió por los hombros, la zarandeó con fuerza hasta atraer su atención y le gritó: --“¿¡nos quieres decir qué coños estás diciendo, Presen!? ¿No será una de las tuyas?”

   Presentación miró a quien la zarandeaba de aquella manera y enmudeció, como si fuera la primera vez que lo veía. --“¿Qué es eso que ha venido? ¿Te quieres explicar, leches?”-  Preguntó de nuevo el hombre con apremio.  --“¡Se lo ha llevado José se lo ha llevado,  ha entrado a su dormitorio y se lo ha llevado, yo lo he visto,  en su cama,  está aquí, ay señor que desgracia y me ha tocado a mí verla, por qué a mí señor, viene a por mí, viene a por mí!” –seguía lamentándose la hija de la tía Milagros sin dejar de llorar, temblando como un flan. ((Continuará)

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