martes, 22 de octubre de 2013

UNA VOCACIÓN FRUSTRADA






    Siempre he sentido por la música una mezcla de respeto y fascinación. Sin embargo no supe valorarla todo lo que requiere y merece porque no me enseñaron a hacerlo. Valoré a los músicos más que a la propia música. Yo sentía por Beethoven una admiración sin matices, el primer genio del que tuve noticia en mis primeros años escolares y cuyo busto, impresionante, presidía el salón de la casa del que fuera el director de la Banda de Música Municipal de mi pueblo. Lo que me impresionó de él fue su voluminosa cabellera, lo cual que a mí me pareció extravagante. Mi maestro nos hablaba de él con verdadera admiración, como si fuera el músico más grande de la historia, admiración que yo traducía en un imponente respeto. Su Quinta Sinfonía y el Para Elisa fueron mis primeros contactos con la música clásica y, sin entenderla, me atrajo el empaque y majestuosidad de la sinfonía y la delicadeza melódica del ejercicio, se me quedó grabada en la memoria de forma indeleble. Lástima que mi maestro sólo nos hablara del genial músico alemán, lástima que no nos hablara también de Mozart, al que descubrí mucho más tarde por casualidad, o de Bach, cuya Tocata y Fuga trastocó desde entonces mi universo musical, o de nuestro Manuel de Falla, que con su Amor Brujo despertó en mí la fascinación por lo que se oculta tras una forma musical, ¡forma!, de la que nunca nadie me habló. Lástima, sí,  porque tal vez mi fascinación por la música se hubiera convertido en vocación.  Pero ni siquiera se molestó en definirnos el concepto. La música era… música. Nunca nos dijo, por ejemplo,  que la música es un arte que  combina la melodía, la armonía y el ritmo de tal forma que crea mundos nuevos, provoca sensaciones únicas y hace soñar. Ni él ni nadie. Fácil es colegir el escaso valor que se le daba y la poca atención que se le prestaba. Una auténtica pena. 


   Digo una pena porque  mi  contacto con la música fue temprana. Un buen día un hombre llegó a la escuela y nuestro maestro lo presentó como “el nuevo maestro de música”. En efecto, había llegado contratado por el Ayuntamiento  para formar una banda de música municipal  y buscaba talentos entre los escolares. Nos hizo unas pruebas, nos explicó lo que era una escala musical, cómo se distribuían las notas en el pentagrama y  eligió a aquellos que enseguida supimos situar las  notas correctas en las líneas y en los espacios. Mi, Sol, Si, Re, Fa; y Fa, La, Do, Mi respectivamente. Cinco líneas y cuatro espacios, un universo para soñar. 


   A partir de aquel día todas las tardes, después de salir del colegio íbamos a los bajos del ayuntamiento a aprender solfeo. El método con el que aprendí  fue el de Hilarión Eslava. Nunca pasé del primer método, pues cuando me inicié en los secretos de la clave de Fa el Ayuntamiento, pobre en recursos, decidió prescindir de la banda de música por constituir una carga insostenible para el municipio. La culpa fue de la emigración, que dejó el pueblo vacío y sin recursos y a mí compuesto y con mi incipiente vocación frustrada.  


   No deja de ser curioso que, años más tarde, la primera novia que tuve  viviera en el número cincuenta de la calle Hilarión Eslava de Madrid. Debí interpretar esa coincidencia como un guiño del destino que me indicaba que lo mío era la música. Pero tuve la mala suerte de que mi encuentro con ella fue tan pobre que la impresión que se me quedó fue que la música era un simple divertimento sin futuro que sólo valía para sacarse unas pesetillas de vez en cuando tocando  aquí y allá.


   Fue una lástima, ya digo, que mi contacto con el pentagrama y sus etéreas inquilinas a edad tan temprana –yo tendrían entonces diez u once años- estuviera desprovista de todos los elementos que por sí mismos hacen atractivo y deseable un objeto para un niño. Fue en verdad un encuentro “pobre”. Ni siquiera “el maestro música”, como se  aludía en el pueblo al director de la banda, supo inculcarnos el amor por ella. Llegó al lugar con la misión de formar una banda municipal en un año y se entregó a su cometido prescindiendo de protocolos y detalles “superfluos” que pudieran poner en peligro su objetivo primordial. Esta fue la razón, junto con la escasez de medios y recursos,   que nos privó de conocer la historia de la música, a los grandes músicos y a sus creaciones y aprender en profundidad los secretos del solfeo. ¡Lo que me hubiese gustado a mí en aquella época  saber  que  había grandes músicos españoles! Pero esperar del maestro que nos hablara de ellos habría sido pedir la luna. Impensable, por ejemplo, que nos hubiera hablado del valenciano Vicente Martín y Soler, que con su ópera “Una cosa rara” llegó a eclipsar a Mozart en su tiempo, o al abulense Tomás Luís de Victoria, considerado el mejor compositor español de todos los tiempos. Ni siquiera nos habló de Albéniz o Granados. Tampoco de Falla. Un desastre. 


  Pero así eran las cosas entonces. Se imponía lo práctico, el pueblo tenía que tener una banda de música en un año, sonara bien o mal. Lo demás no importaba. Así que nuestro «maestro música» nos enseñó lo básico para tocar un instrumento y dejó lo demás en la penumbra, con lo que nos privó de manera inmisericorde de toda magia de la música y su misterio, de su inabarcable universo, de sus secretos, de su belleza en definitiva.


 Continuará...?

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