domingo, 3 de febrero de 2019

LOS AMANTES DEL PARAÍSO







    La pintura empezó a interesarme cuando contemplé el cuadro de “las Meninas”.  Me pareció que yo mismo podía meterme en el cuadro y hablar con Velázquez. Hasta ese día ninguna otra obra pictórica había conseguido abrirme la boca de asombro.  

   Fue años después cuando volví a experimentar algo parecido. Fue con “El beso”, de Gustav Klimt. Al verlo se me representó como un conjunto multicolor con forma, ¡vaya por Dios!, de falo. Cada artista tiene sus propias obsesiones. Me extrañó el color dorado de la obra, nunca antes visto en un lienzo por mí. Algo debía de significar.  El motivo central lo formaban un hombre y una mujer fundidos en un abrazo, él dándole un beso a ella en la mejilla.  El rostro del hombre, de semi perfil, lo pasé por alto, pero el de ella me llamó poderosamente la atención. Toda mujer bella me la llama. Pero en este caso no era solo su belleza,  subyugante,  era su expresión de serena placidez y la extraña expresión de resignada complacencia, como si estuviera dormida más que extasiada. Y la posición de la cabeza,  inclinada hacia atrás y el rostro vuelto hacia la izquierda. Me pareció que soñaba,  que se entregaba al beso con el  pensamiento puesto en otro sitio.

   Luego reparé  en que ella está de rodillas, detallé que me conmovió, entregada al goce del momento, o eso me pareció en una primera impresión, porque algunos detalles me hicieron dudar de que realmente lo estuviera.  Su brazo derecho rodea el cuello de él,  pero  sin convicción. Lo delata su mano, cuyos dedos están encogidos, mientras que su brazo izquierdo se dobla para posar su mano sobre la mano derecha de él. El contraste de las manos de ella, bellas, blancas y delicadas, con las de él, grandes, morenas y huesudas, ejemplificaron para mí  el contraste entre la rudeza y la delicadeza. Eso fue lo que pensé.  La mano izquierda de él rodea el cuello de ella sujetándola y atrayéndola hacia sí; la derecha se posa sobre su hombro izquierdo. 

   Luego me fijé en sus vestimentas. Él va cubierto de una túnica dorada con dibujos geométricos rectangulares, mientras que  la de ella la adornan círculos concéntricos, y su vestido, ceñido a su cuerpo, estaba salpicado de  grupos diseminados de pequeños discos de colores. Alusión, sin duda, a la masculinidad de él y a la feminidad de ella.

    Otra cosa que me extrañó  fue el lugar  elegido por el artista  como escenario del encuentro: el extremo de un jardín salpicado de florecillas multicolores, como si de una alfombra se tratara,  que se asoma a un abismo a cuyo borde cuelgan los pies de ella. La impresión que me dio es que corrían el riesgo de  precipitarse en él  en cualquier momento,  víctimas de su desenfreno.

  Todo en el lienzo destilaba  un halo de misterio, empezando por el propio beso, que no es en la boca como cabía esperar. ¿Por qué en la mejilla? –me pregunté.  Los colores dorados me remitieron a una simbología religiosa. Su disposición,  la entrega de ambos a la magia del momento, el lugar, el colorido, todo me invitaba a pensar    que estaba ante una escena  en la que el amor y la religión se fundían, como si fueran la misma cosa;  o que para el autor amor y religión son lo mismo.

   Fue lo que hizo que mi imaginación volara  y me representara a Adán y Eva en el Paraíso, y  que el abismo que se abría a sus pies es donde ellos acabarían cayendo por desobedecer a Dios. Y lo sabían. Aun así ambos se entregaban a ese instante de goce supremo que solo el amor puede sublimar. Reflexión  que me llevó a considerar que Eva no desobedeció a Dios por curiosidad o afán de poder, sino por amor a Adán, pues solo con él sería posible afrontar la vida fuera del Paraíso,  solo la fuerza del amor podría salvarlos  y conseguir que volvieran a él.

     Volví al rostro de ella, un imán para mí, a su expresión de excelsa serenidad no exenta de inquietud, y vi en  él la propia de quien se entrega a un sentimiento detrás de cual está la vida, pero también  la muerte.
  


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