Si hay algún valor en la vida que merezca la pena ser
conservado es la voluntad, sin ella el oficio de vivir se torna insufrible,
pues somos presa fácil del desaliento y los sueños se desvanecen como un ocaso
invernal.
No importa el modo de conservarla, lo que importa es mantenerla pletórica, inasequible al desaliento, presta a superar las dificultades de la vida, pues la voluntad de ser es lo que nos salva de ser pasto de otras voluntades y nos rescata de la inercia de abandonarnos, dejadez que antes o después pasa factura. No hablo de la tozudez o terquedad, me refiero a la voluntad de lograr aquello que nos propongamos sin que ningún obstáculo lo impida, y a esperar con paciencia a que nuestros sueños se cumplan No hace falta ser un héroe para conseguirlo, solo es necesario esforzarse y velar para que nadie robe tus sueños, algo que muy pocos entienden, y si no se encuentra el camino a seguir el más idóneo es elegir el de aquellos que han labrado en la senda de la superación su currículum vitae. No hacerlo, no emular su conducta, no aspirar a su paradigma, es abandonarse al dictado del infortunio que, antes o después, de una forma o de otra, lleva al suicidio, físico o espiritual, tanto da, pues cuando se nos cierran todas las salidas y la voluntad de vivir huye de nosotros desesperamos de encontrar aquella que nos salve.
Suicidarse es una
decisión deplorable que deja tras de sí un rastro de amargura, la propia del
suicida antes de morir y la que origina su acto, ejecutado por su cuenta porque “vivir no vale
la pena”, sea cual sea la causa que lo ha llevado a pensar así, tal vez arrastrado por un momento de intensa angustia
que, una hora después, podría ver de otra manera. El suicida se erige en juez
de su propia historia y desde ella acusa y se acusa, juez y
parte de sí mismo a la hora de dictar sentencia sin que testigos ni pruebas hagan cambiar su
veredicto. Todo eso no le importa al suicida, lo que cuenta para él es que ya no encuentra acomodo en este mundo, no es feliz
porque ha depositado su fe en serlo en un mundo que, ahora, le resulta hostil y
no puede evitarlo. A partir de ahí percibe que tampoco puede hacer feliz a
nadie. En este sentido es una rendición, una claudicación y, en tanto que así, una traición a sí mismo y a los
suyos. Sin embargo, él, o ella, piensa todo lo contrario.
El suicidio tiene
diversas causas tras de sí. La más amarga sería aquella que nos arrastra a
tomar tan fatal decisión porque el mundo nos ha decepcionado, no ha respondido
a nuestras expectativas, hemos sido generosos con él y como premio nos ha estafado,
y ya no nos quedan fuerzas para asumir el engaño. Hemos descubierto con
desolación que no podemos cambiarlo.
Otra causa, también
amarga, pero consecuente, es aquella en la que hemos llegado a unos niveles de
miseria moral y decadencia física que ya no podemos soportar mirarnos al espejo
y vernos reflejados en él. No nos reconocemos, hemos dejado de ser nosotros y,
en realidad, a quien matas suicidándote es a otra persona.
Aquella que nos
lleva a tomar tan fatal decisión porque no hemos conseguido encontrarle un
sentido a nuestra vida, o no hemos sabido encontrar nuestro lugar en ella, de manera
que se nos antoja que toda lucha es inútil y todo esfuerzo estéril, y la muerte
se nos presenta como una liberación, tiene como causa el desengaño, que te
lleva al abandono de uno mismo, a rendirte, a abandonarte al sentimiento de que
estas solo en la vida y nadie te comprende ni te ama. No encuentras eco en los
demás a tus inquietudes. De modo que el
que su suicidio va precedido de su suicidio espiritual. Debe ser el momento más
amargo y desolador al que puede enfrentarse un ser humano.
Pero que se suiciden
unas niñas que apenas han empezado a vivir, su causa no está en ellas, está
fuera de ellas, está en la sociedad, una sociedad cada vez más aislada de sí
misma, ensimismada en su propio egoísmo, entregada a la tecnología para
combatir la angustia que le produce su sentimiento de soledad, lo que la lleva
a desentenderse de los problemas de su propio entorno. Es una sociedad en la
que cada cual va a lo suyo, a procurarse su momento de felicidad pensado en el
próximo, una sociedad que presencia indiferente como unas niñas acosan a otras
niñas o a otros niños, sin percatarse de que los conduce a un suicidio
indeseado. Y los políticos, en lugar de fomentar la comunicación y la empatía,
levantan muros, desacreditan, difaman y/o cancelan a quien no sigue sus dictados
o desatiende sus obligaciones. Y piensan
que con leyes que ellos mismos se inventan, arreglan el problema. Mientras que
acogen entre sus filas la corrupción sin límites.